ChiaraVida/Cap10

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Cap. 10. De la llegada de José a Roma, y lo que hizo durante los primeros días y después

José salió de Barcelona en una galera, y llegó a Noli, en la costa de Génova, y finalmente a Civitavecchia, de donde se dirigió a Roma, en la cual entró el año 1590, en el tiempo en que regía la Iglesia el Sumo Pontífice Sixto V[Notas 1]. Lo primero que hizo en aquella santa ciudad fue el dirigirse rápidamente a San Pedro del Vaticano, donde reverenció con toda devoción los cuerpos gloriosos de los Príncipes de los Apóstoles, y otros santuarios que hay en aquella ciudad, y después con gran consolación y fervor de espíritu se entregó por completo a los ejercicios espirituales y mortificaciones de su cuerpo, a los que se dedicaba con tanta intensidad que aquella ciudad no tenía para él ninguna cosa que le atrajera los sentidos para distraerlo. Después comenzó a visitar las siete basílicas, con admirable provecho para su alma. Viviendo desapegado de cualquier otra conversación y quehacer, huía como del mismo vicio de la adquisición de honores y dignidades, de las cuales los hombres obtienen tranquilidad y reposo. Él las consideraba agitación y molestia, y todavía mucho más la asistencia que se acostumbra a hacer en el tiempo de acudir a las cortes, con el mismo efecto. No tenía otro pensamiento que considerar nuestro último fin para llegar a gozar el verdadero bien en la patria bienaventurada. Mirando sólo al cielo, no pensaba volver al lugar de la tierra en el que nació.

Continuamente solía visitar las siete basílicas por la noche; recitaba después el oficio divino y dedicaba tiempo a decir la santa misa, con edificación grande de quienes le oían en la iglesia de los Montes, en Santa María la Mayor y en la Columna del Señor, que entonces ya estaba abierta, en la cual hacía sus oraciones acostumbradas y acción de gracias meditando la pasión del Señor[Notas 2]. Ayunaba a pan y agua casi todos los días. Lleva sobre la carne desnuda ásperos cilicios y cadenas de hierro, y ardiendo completamente en el amor divino, se encendía su corazón en la caridad para con el prójimo, a quien con sus encendidas palabras y exhortaciones espirituales jamás desistía de apartar del pecado y a conocer qué es el mundo, y a amar a Dios.

Las horas del día que le quedaban libres las consumía sirviendo a los enfermos en los hospitales, y a los prisioneros en las cárceles, a los cuales ayudaba en sus necesidades corporales, y con toda afabilidad y mucho más en las del alma. Lo mismo hacía con los pobres tullidos, y a quienes veía estar dispuestos, los encaminaba a entregarse al ejercicio de la oración mental, y consolándoles les indicaba la manera como debían hacer con su mente para visitar las siete basílicas y los santuarios de Roma, en cuyo camino guió a muchos al estado de perfección. Permaneció en este ejercicio por espacio de siete años, y en este espacio de tiempo cuentan que muchas veces ocurría que habiendo dicho ya la misa, venían personas poseídas por espíritus, a las que el Demonio impedía entrar en la iglesia de Santa Práxedes, y a causa de la fuerza que les hacían lo que les llevaban, gritaban con gran espanto. El siervo de Dios se aproximaba a ellos movido a lástima, y sólo con tocarlos con dos dedos de la mano derecha, y diciéndoles con autoridad “¡entrad!”, de pronto aquellos entraban, y con mucha tranquilidad se confesaban y comulgaban, lo que quería se atribuyese a la virtud del santísimo sacramento de la misa, que había celebrado poco antes.

Tanta bondad del siervo de Dios no podía mantenerse oculta de modo que no se hablase de ella por toda Roma. La noticia despertó el deseo disfrutar de su conocimiento entre otros al Emmº. Sr. Cardenal Marco Antonio Colonna, que lo hizo venir a palacio, y después de tratar con él sobre muchas cosas, se le encendió el deseo de tenerlo consigo, y viendo que era demasiado cierto lo que le habían referido acerca de José de que tenía su ánimo apartado de cualquier ocasión que pudiera traerle a la adquisición de honores y dignidades, le habló de manera que no impidiendo sus devociones, y puesto que debía tener su habitación en alguna casa, se quedara en su palacio a gusto suyo y de los que participarían de sus bienes con su trato. Entre estos estaban todos los de su corte, y su propia persona, queriendo él que fuese su director espiritual, y que al mismo tiempo le complaciese con su ejemplo y guía segura para instruir en las virtudes a toda su familia, y en particular al príncipe condestable su sobrino, que le entregaba como si fuera hijo suyo, de modo que no saliese de casa sin ir antes a besarle las manos, y le escuchara en todo lo que él le dijera. Quiso Dios que se pusiera a la disposición del Sr. Cardenal en aquello para lo que le destinaba para beneficio de muchos. Le dieron una habitación de la zona que está en el palacio contigua a la iglesia de los Santos Apóstoles, en la que hay una habitación entre los altares que está enfrente de la capilla de Santísimo Sacramento. Esto fue muy de su gusto y satisfacción, porque después del ejercicio que hacía por la noche de las siete basílicas, la mayor parte del día la pasaba postrado frente al divinísimo Sacramento, difundiendo su corazón en la contemplación de aquella majestad de amor, y con la consideración de la vil condición de nuestra baja naturaleza, le parecía ser una criatura abyectísima, y suplicaba a su Cristo que le hiciera conocer lo que era él, y lo que era Dios, a quien solamente debía amar y servir. Por lo que me contó uno de nuestros religiosos, que se lo había oído decir a él mismo, de ello recibía un gran provecho y fuerza de espíritu, con lo cual se volvía más confiado y dispuesto a hacer todo lo que hacía al servicio de las almas, despojándose de sí mismo, y Dios lo enriquecía con su gracia, y lo llevaba más lejos, y lo encendía en aquello para lo que lo llamaba.

Observó José a un sacerdote llamado D. Cosme Vanucci, que solía hacer caridad ayudando a muchos pobres ciudadanos, y le acompañó de buena gana. En tal ocasión, viendo a los necesitados que no sabían las cosas relacionadas con nuestra santa fe, comenzó a enseñarles la doctrina cristiana, por haber oído de ellos mismos que no habían tenido quien les enseñase; así que en las plazas donde los veía en cierto número, procuraba reunirlos juntos, y les predicaba la palabra de Dios, y después los conducía a una iglesia vecina y en ella los instruía con gran caridad con respecto a todo lo que nos enseña nuestra danta fe. Conociendo así que aquel ejercicio suyo era provechoso y necesario, se creó en Roma una congregación para enseñar la doctrina cristiana[Notas 3] a la gente inculta e ignorante, e hicieron muchas veces prefecto de aquella santa obra a José, la cual comenzó a multiplicarse y a practicarse en otras iglesias de la ciudad, y para que aquello siguiera adelante nombraron a José visitador y prefecto general de todas las doctrinas cristianas por el Emmº. Sr. Cardenal Alejandro de Médicis, protector de la obra, el cual, elevado al sumo pontificado, tomó el nombre de León XI. Aunque José, por su humildad y modestia, presentó sus excusas al cardenal porque no quería ser nombrado para el cargo, aunque ejercía el oficio, con todo no dejó nunca su laudable asistencia para el crecimiento de una obra tan provechosa. Fue de nuevo uno de los primeros fundadores de la archicofradía de los Estigmas de San Francisco en Roma, y de la llamada del Refugio el 18 de julio de 1599, y finalmente de la cofradía de los Santos Apóstoles, la cual de dedicaba con mucha edificación a visitar a los enfermos pobres en sus casas, en cuyo ejercicio de caridad él no sólo satisfacía en nombre propio, sino que si faltaban los compañeros distribuidos para tal efecto, él los suplía y asistía en su lugar. Por lo cual siempre hacía mucho por su cuenta con los pobres enfermos, además de lo que le habían asignado la misma cofradía que hiciera. Mientras hacía este ejercicio de devoción y de caridad laudable, descubría por todas partes niños, e incluso sus padres y madres, ignorantes de las cosas de nuestra santa fe, y su corazón, que ardía plenamente en esta piedad de ayudar a las almas de aquellos, iba siempre pensando en acertar con el modo y la vía más provechosos para encaminarlos hacia su Dios.

Notas

  1. Corrección en el texto: Clemente VIII. No se corrige la fecha de llegada. Entre Sixto V (que falleció el 27 de agosto de 1590) y Clemente VIII hubo otros tres Papas: Urbano VII (15 – 27 sept. 1590); Gregorio XIV (8 dic. 1590 – 16 oct. 1591) e Inocencio IX (3 nov. – 30 dic. 1591). El pontificado de Clemente VIII comenzó el 30 de enero de 1592, poco antes de la llegada de Calasanz a Roma (N. del T.)
  2. El P. Berro, a quien copia Chiara, cita las tres mismas iglesias pero en orden inverso. La iglesia de la Virgen de los Montes se abrió al culto hacia el tiempo en que Calasanz llegó a Roma. La columna del Señor se conserva en la basílica de Santa Práxedes. (N. del T.)
  3. Sobre esta cuestión, cf. Adolfo Gardía Durán, La Cofradía de la Doctrina Cristiana en Roma en tiempos de S. José de Calasanz, en Revista de Ciencias de la Educación, nº 172 (1997), pp. 185-198. (N. del T.)