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Cap. 25. De la caridad del venerable padre José de la Madre de Dios para con su Divina Majestad y el prójimo

El fiel que lo esperaba todo de su Dios era la caridad misma, y con toda seguridad se me hace difícil describir lo encendido que estaba hacia su Creador, que ya era dueño de su alma; no teniendo sentimientos de hombre mortal, sólo vivía en su Dios; y del mismo Dios y del altísimo incendio de la caridad, en la que ardía, derivaba el estar fuera de su voluntad, buscando sólo complacer la divina voluntad, y que todo fuera a su mayor servicio y gloria, sin buscar otra cosa que el amar a Dios. Esta leche la mamó desde sus tiernos años; de este único alimento amoroso fue nutrido y alimentado, y el amor divino fue el sostén de su alma durante todos los días de su vida. Cambiada ya la sustancia de su ser terreno en este amoroso incendio, su alma se encontraba en los confines de la divinidad. Anclado en la presencia de su Creador, otra cosa no sabía ni podía obrar sino cómo se podría hacer para que todos ardieran en el amor de su Dios. Por eso era grande su padecimiento, pues veía que Dios no era amado por sus criaturas, y era un continuo morir suyo porque no sabía cómo recordarles la muerte para que vivieran en su Creador. Moría siempre en este fuego amoroso porque las almas rescatadas con la sangre de nuestro Señor perecían. Y como desde sus tiernos años llevó esta llama en su corazón, nunca podía estar tranquilo si no encontraba verdaderamente el camino y el modo de encenderlo en los pechos de los demás. A tal efecto constituyó aquellos montes de piedad no tanto para ejercitar los motivos de su caridad, pues servían para alimentarles en sus necesidades corporales, sino más bien para nutrirles de los pastos del conocimiento de su Dios, al que los preparaba de manera asombrosa, los instruía y animaba para no ofenderle, sino más bien a amarle y servirle.

Esta caridad que ardía en su pecho lo sujetó al peso del gobierno de las almas para sembrar en sus corazones la ley de Dios, y moviendo a todos con su ejemplo quería enderezarlos y formarlos en su conocimiento en conformidad con lo que hemos narrado en su vida, porque estaba destinado por Dios a abrir no sólo aquellos graneros de grano, sino también los de su caridad para la salvación de las almas, llenos de pastos saludables y celestiales para distribuirlos a la juventud, que perecía de cruel hambre y sed. Finalmente lo dispuso a constituir la obra de auténtica piedad cuyo ministerio consiste en instruir a los niños en sus escuelas con ocasión de admitirlos al estudio de las buenas letras desde los primeros elementos en el santo temor y amor del Creador, lo cual una vez impreso en los pechos de aquellos, difícilmente podría borrar el tiempo lo que habían aprendido en los tiernos años. Todo era efecto de su gran caridad contra la cual el odio del Demonio fue tan cruel como se ve en cuánto lo persiguió, y en toda ocasión, para que no se consolidara y estableciera su obra en la Iglesia de Dios, lo que da a conocer la grandeza de la gran caridad que este siervo de Dios tenía para con su Creador y el prójimo, y el odio al enemigo de todo bien.

No fueron sólo estos los límites del gran fuego de su caridad, mientras “en todas tus obras muéstrate con dominio”[Notas 1]; también dio muestra de un liberalísimo proveer a los necesitados ayudándoles para el mantenimiento de su vida a fin de que no perecieran del hambre corporal aquellos cuyas almas apacentaba. A muchos jóvenes sanos y de buena voluntad que no sabían cómo ganarse el alimento les compró mercancías de todo tipo, para que fueran a venderlas por Roma, y de esa manera encontraran el camino para vivir de su trabajo y huyeran de las ocasiones de ofender a Dios en el ocio, y se desenvolvieron tan bien que pudieron después abrir tiendas, y llegaron a ser honrados padres de familia, cuyos hijos se encuentran hoy en Roma en posiciones cómodas y convenientes. Y a los que no estaban inclinados a hacer eso, les procuró ocupaciones honradas, como fabricar flores artificiales y copiar escrituras y libros; y entre estos a dos jóvenes españoles les dio los hierros y durante mucho tiempo el material para hacer hostias, que vendían por las iglesias, y así ganaban para vivir con lo que ganaban, y con ocasión de ello fueron admitidos al servicio de las iglesias, y después tuvieron la entrada para servir en casa de prelados, con lo que obtuvieron beneficios considerables.

A mucha gente les hacía llegar el pan y la leña procurándoles trabajo, e incluso les compraba los instrumentos necesarios, como telares para cintas, y ramos para hacer almidón, u otro tipo de cosas para quienes tenían aptitud, de modo que trabajando pudieran ganarse un honrado sustento para vivir, y así podían ganar buenas dotes para colocarse en el santo matrimonio, o las ayudaba a ser admitidas al servicio de alguna princesa, o en monasterios en lugares piadosos, y así, ayudadas por su caridad eran entregadas a Dios, a las que encaminaba hacia su santo amor para no ofenderlo nunca.

Cuentan que a dos muchachas huérfanas de noble sangre y de origen milanés, ya mayores, que se encontraban angustiadas por las deudas que les había dejado su padre, no sólo les ayudó a vivir durante muchos años, sino que él rescató una casa de gran precio suya que tenían ocupada para pagar los intereses, y vendiendo una viña sus acreedores por un precio muy bajo, el venerable Padre, sintiendo que ello les afligía mucho, la compró, librándolas de aquel peso, y después hizo de tal modo que más de la mitad de la viña les quedó libre, pagando con el resto las demás deudas, con lo cual pudieron arreglárselas para vivir el resto de sus vidas.

A una nobilísima señora y de título le ajusticiaron el marido y le confiscaron los bienes, como determina la ley que ocurra en aquel país, con lo cual ella quedó en la miseria y además en una gran amargura y angustia con dos hijas y un niño pequeño, abandonados de todos sus parientes. No sabía cómo podría hacer para vivir con ellos, y se vio en tal situación que el Demonio podría aprovecharse de la calamidad de su desesperación, vendiéndose a riesgo de perder el alma y el cuerpo. El Padre conocía la familia, y fue a visitarla, y vio la amargura de la señora y la tentación del enemigo. Con su prudencia le animó a confiar en Dios, y le prometió que él la ayudaría con sus oraciones, y además le prometió que también él le ayudaría en lo que necesitara, cosa que hizo durante muchos años. Quiso que le enviase el niño, y lo mantuvo en nuestra casa, además de enseñarle en la escuela. Y al final le ayudó en la corte de modo que consiguió que le devolvieran lo que le correspondía de su dote, con lo que pudo mantener en estado conveniente y decente a las hijas, y al niño que le devolvió, y ya se vio libre con ellas del peligro de perderse, exaltando la gran caridad de este siervo de Dios.

Del mismo modo mantuvo a un anciano honrado al cual permitía que viniera a nuestra casa a comer, proveyéndole de vestido, y pagando la pensión de la casita donde vivía. Hizo lo mismo con una familia importante que a causa de deudas había huido a Roma por espacio de dos años, dándoles comida, pagándoles el alquiler de la casa, y ayudándoles con sus hijos, a los que hizo ir a la universidad, y después les ayudó con los gastos de la graduación y les consiguió trabajo en su profesión, y pudieron después arreglárselas y valerse para el mantenimiento.

Vino un pobre a la sacristía, y le dijo al Padre que tenía muchos hijos, y que no tenía con qué mantenerlos. El Padre hizo venir al encargado del comedor y le pidió el pan que hubiera en casa, y cuando oyó que sólo había cinco hogazas que servirían un poco más tarde para los enfermos, le dijo: “Déselas a este pobrecito”. El otro le dijo: “¿Y cómo haremos nosotros?” El Padre le dijo: “No me replique, déselas”. Se las dio, y apenas el pobre se había ido de la iglesia, llegó a la portería uno enviado por el señor cardenal Montalto, con una nota en la que decía que fueran los nuestros a un tal horno a recoger sesenta decenas de hogazas como limosna. Cosas similares ocurrían ordinariamente, pero no hacía ninguna reflexión al respecto.

La ilustrísima señora Laurea Gaetani afirma saber que el Padre socorría con comida y vestido a personas nobles pobres, a las que por conveniencia no nombra.

Todas estas cosas las hemos podido contar porque han sido referidas por los mismos que participaron de los efectos de su caridad para manifestar al mundo la bondad de este gran siervo de Dios, porque si se supieran todas, sería una cosa de nunca acabar. El Padre era tan hábil en huir de la gloria del mundo, verdaderamente fundado en la caridad hacia Dios y el prójimo, que no ponía ningún obstáculo ni barrera a la gracia divina y a la abundancia de dones con los que lo enriquecía el Señor. Se daba a conocer como hombre miserable y sujeto como los demás a las enfermedades humanas, como si no supiera hacer nada bueno. Reconocía que era sólo Dios quien lo hace todo, y por su parte ser sólo un inútil, y no saber nada. Verdaderamente amaba a Dios, y por medio suyo, al prójimo.

Notas

  1. Si 33, 23