ChiaraVida/Cap27

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Cap. 27. De la humildad y del concepto que tenía de sí mismo el venerable Padre José de la Madre de Dios

El justo[Notas 1] y santo obrar de este venerable Padre sin duda alguna estaba fundado y establecido en el pobre concepto y baja estima en que se tenía, como alguien que sabía que todo le venía de Dios, y que él no tenía nada en lo que gloriarse, y siempre confuso en su nada, glorificaba al creador y dador de todas las cosas que le ocurrían, complaciéndose de lo que quería de su persona siempre que fuese para mayor gloria y servicio suyo. No sentía afecto hacia su propia persona en nada. Con sus rectos motivos de vergüenza y confusión decía que era Dios quien obraba, no pudiendo ser él, que era una bestia y un animalucho, que sólo sabía hacer mal. Con tales sentimientos consideraba a todos mejores que él. Nunca despreció a nadie, buscando lo peor para sí, y lo más vil, y lo más penoso, por lo que él era.

Una vez ocurrió que yendo de camino en su visita en Urgel vio en el camino un burro por el suelo con la carga dentro de un pozo lleno de barro, mientras el dueño, que era un villano, lloraba porque no había podido sacarlo fuera. El visitador general, humilde y compasivo, dijo a sus servidores que le ayudaran e hicieran la caridad a aquel mezquino, y viendo que ellos después de esforzarse no podían, él, que no se consideraba mejor que los otros, bajó del caballo y puso manos a la obra, y tomando al animal lo levantó con sus fuertes brazos y lo hizo salir del barro con el estupor de los otros por su humildad y su sentimiento de caridad.

No era de sorprenderse el verlo siempre barrer las clases de los niños, lo que hizo durante todo el tiempo de la Orden desde que abrió las escuelas hasta que fue viejo, barriendo incluso la casa, las escaleras y el patio en presencia de los escolares. A veces cepillaba el asnillo, y lo hacía una vez en la plaza Navona, cuando lo vio el Sr. Cardenal Torres, quien sorprendido le dijo: “Padre general, ¿qué hace?” Él, sonriendo, dijo: “Enseño a este hermano”. Iba con las alforjas al hombro por Roma a pedir; con su gran caridad siempre acompañaba las filas de los escolares, y en casa nunca renunció al servicio a los enfermos, a los cuales incluso limpiaba los vasos y recipientes nocturnos, y los peinaba como hace una madre a su hijo. En todo servicio de humildad y mortificación era la misma ejemplaridad, con la cual dejaba a todos confusos, que lo admiraban al ver que era el primero en besar los pies a los demás, en comer en el suelo, en pedir perdón y decir su culpa, en echarse largo al suelo y hacer pasar por encima a los demás, en servir la mesa y lavar los platos en la cocina. Y si acaso el que servía en la mesa por inadvertencia no le llevaba algo de lo que comían los demás o no le había puesto el vino o el agua, nunca decía nada, y se conformaba con comer poco, y no beber ni agua ni vino.

Rehuía cualquier sombra de honor, no queriendo que se le diese el título de reverendísimo o muy reverendo, sino que por escrito pusieran “Padre General”, y hablando “vuestra paternidad”. Ni quiso nunca que le dijeran “Padre fundador”, a pesar de que así le llamaban en los Breves, no creyendo nunca que hubiera sido él el fundador de la Orden, sino Dios y la Virgen Santísima, de quien era la obra. Nunca rechazó estos humildes sentimientos desde el principio, más bien se entregó al querer y orden del Vicario de Cristo cuando se confió el instituto a los padres de Santa María in Pórtico, y de la misma manera actuó cuando el mismo decidió bueno y expediente el erigirla en estado de congregación. Y para que se perdiese la memoria suya y de su familia hizo quemar algunos documentos y las patentes de los cargos que había desempeñado, y en las dimisorias de su ordenación hizo borrar el nombre del padre por los títulos que se le daban, y los de su misma persona, allí donde se veía su nombre y apellido, y nunca hablaba de su casa, por el humilde concepto y baja estima que se tenía, y su vida estaba totalmente escondida en Dios.

El segundo domingo de adviento, después de haber hecho su discurso acostumbrado a los padres en conformidad con las Constituciones, acerca de los grandes bienes que reciben los que con paciencia soportan las tribulaciones, vuelto a su habitación continuó hablando del mismo tema con el mismo fervor de espíritu con otras que le acompañaron, y porque uno quiso decirle: “Vuestra Paternidad ha tenido una gran ocasión de mérito en estos tiempos de tantos sufrimientos que ha padecido por la Orden”, el humilde siervo de Dios estuvo algún tiempo en silencio, y luego, dando un gran suspiro, exclamó las siguientes palabras: “¡Oh, oh, pobre de mí! He estado en esta silla como un tonto, como un bobo sin hacer nada, no he sacado ningún provecho, pobre de mí. Pero verdaderamente son gracias singulares que me ha hecho Dios, porque si por un solo pecado merezco el infierno eternamente, y con estos sufrimientos S.D.M. me los quiere perdonar. ¡Oh, oh, oh qué gracia si me cambiara esta pena eterna en temporal, qué favor, qué favor tan grande, tan enorme sería esto! Me tendría por muy favorecido por el Señor si hiciese que el Papa, conociendo mis despropósitos y pecados, me enviase a Civitavecchia a la cárcel, o a una galera; y después de un año, o 18 o 20 meses que sería lo más que podría sobrevivir en aquel lugar, con ello se me perdonase la pena del infierno y parte de la del purgatorio, y después se me diese el paraíso. ¡Oh, qué favor, qué gracia sería esta, redimir las penas eternas con tan poco esfuerzo, oh qué gracia, qué favor! No hay que mirar en los sufrimientos a la causa instrumental, que es el hombre, sino a la causa eficiente, que es Dios, que es nuestro Sumo Bien. Yo nunca he pensado en estos sufrimientos que hayan sido cosa de tal o de cual, ni de otro sino de Dios, que quiere sacar de ellos algún bien grande, y siempre he rezado por ellos. Y si el P. Esteban quisiera convertirse y viniera a esta casa, lo abrazaría como a todos vosotros”. Así dijo.

Viviendo siempre con estos humildes sentimientos, nunca hablaba de los favores que recibía de Dios, y si por el bien particular de alguno se veía obligado a decir alo que pudiera redundar en estima de su nombre, la decía de manera que parecía que había ocurrido a otros, para que no pudiera venir al pensamiento que hablaba de él mismo. Fue tal que hacía creer que era una persona que no tenía nada de bueno, a pesar de que muchos sabían cómo era, porque lo habían visto con sus propios ojos. Entre estos cuenta uno de los nuestros que habiendo ido a la habitación del Padre para decirle algo que le importaba, lo encontró tan elevado del suelo que tocaba el techo de la habitación con la cabeza, y estaba envuelto en resplandor. Lo observó estupefacto durante un rato y luego se retiró al oratorio cercano, donde estuvo durante un espacio de tiempo. Luego se oyó llamar por su nombre para que entrara, lo que hizo con temor y reverencia, y después de escucharle a su gusto, le dijo que se fuera. Otro buen religioso y de espíritu llamado hermano Marco Antonio de la Cruz me refirió que mientras vivían uno y otro, pasando él por la noche cerca de la habitación del Padre, vio salir claridad por las fisuras de la puerta, como si fuera de día, y mayor que la luz del sol; se acercó por donde podía ver, y observó que el siervo de Dios estaba elevado en el aire, de rodillas delante de la Virgen Santísima, la cual parecía que hablaba con él con gran familiaridad, haciéndole algunas caricias. Junto a la Madre de Dios había otras dos santas vírgenes. Y otras cosas contó, que si hubiese podido hablar, cuánto habría podido contar del venerable Padre. Pero no pudo decir mucho, porque murió antes que el Padre en países lejanos. Verdaderamente fue tan humilde en sus actos y palabras, que siempre intentaba ocultarse gozando de su bajo conocimiento, y que fuese tenido en nada por todos. Y cuando oía alabar a alguno de los nuestros por alguna acción virtuosa, mostraba una gran alegría por ello, y decía confuso: “Yo no he llegado a esto”.

Notas

  1. El autor pasa del capítulo 25 al 27. (N. del T.)