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Ver original en ItalianoCap. 28. De la paciencia del venerable Padre José de la Madre de Dios
La paciencia de nuestro venerable Padre fundador fue incomparable, que parecía no tener ni rastro de sentimiento en su ánimo a causa de la paz interna de que gozaba, siempre fijo en la divina voluntad, y sólido en el verdadero bien, en el cual tenía su esperanza, recibiendo todas las cosas de algún modo graves o molestas no sólo con humilde paciencia, sino con alegría y reconocimiento por el favor o gracia particular de la compasiva mano y amor paterno de Dios, quien todo lo dirigía a su bien. Así pensaba, lo mismo si yacía entre continuos martirios o felicidad; en lo oscuro de la noche o en la luz del día; en las aflicciones de las contrariedades y persecuciones o en los gozos de la felicidad; en las amarguras y aridez del corazón o en la anchura del espíritu; lo mismo si mendigaba su dones o si era enriquecido por sus celestiales favores, con una pura intención guardaba la felicidad de su corazón, diciendo siempre: “En buen a hora, dejemos obrar a Dios, que me salvó porque me amaba” [Notas 1], por cuanto se puede saber de lo que diremos luego.
Hubo un novicio hermano operario, como los llamamos nosotros, que no fue admitido a los votos, por indigno, y fue expulsado de la Orden. Este, instigado por el espíritu maligno, cayó en la impía resolución de matar al venerable Padre, lo que habría hecho si uno de los nuestros, que estaba allí por casualidad, no hubiera evitado a tiempo el asalto del impío con engaño, y al mismo tiempo el golpe que había preparado a traición. El siervo de Dios entonces no tuvo otra preocupación e inquietud que en hacer de modo que el desgraciado no fuera enviado a una galera, como habían ordenado los superiores mayores. Y algún tiempo después, oyendo que el pobre estaba gravemente enfermo, quiso que el médico de casa fuera a curarle por amor suyo, y lo proveyó hasta la muerte de todo lo necesario, enviando a los nuestros a visitarlo dos veces al día, y él mismo fue a visitarlo muchas veces, llevándole algo de comer con paterno amor.
Hubo un seglar que se hizo pasar como miembro de nuestra Orden y vicario general del Padre fundador, y falsificó su escritura y sus sellos, engañando a muchos príncipes e incluso señores cardenales que vivían fuera de Roma en países lejanos, con daño para la Orden, y cuando lo descubrieron los guardias de la corte del Emmº. Sr. Cardenal Francisco Barberini, fue llevado a Roma por orden suya a la cárcel del Santo Oficio. El siervo de Dios suplicó que no le hiciese otro mal que quitarle las patentes y sellos falsificados, que tenía con las Constituciones, y lo dejasen libre.
Un religioso envió un memorial contra el venerable Padre fundador a la sagrada congregación, y el señor cardenal de aquella hizo venir al buen viejo y en la misma sala, en presencia de toda su corte y otros que estaban allí reunidos, lo trató malamente. El pacientísimo, tranquilo de espíritu, se calló y se puso de rodillas. Con toda serenidad de rostro ni se movió, de manera que todos se admiraron viendo una paciencia y una bondad tan grandes en el siervo de Dios, el cual al ser despedido, en particular dijo a aquel señor cardenal que cuanto se había hecho había sido por orden del Emmº. cardenal Francisco Barberini.
Otro religioso de la Orden, que llevado a un estado elevado por señores se había ensoberbecido, trató indignamente al buen viejo, y con palabras injuriosas y de mentiroso, en las que se excedió llevado por el Demonio a fin de hacerlo impacientar. El siervo de Dios, con tranquilidad de ánimo sólo le dijo una vez: “Dios lo ve todo, y juzgará entre usted y yo, y se conocerá la verdad”. Y cuando uno de los señores cardenales, informado de muchas cosas malas de aquel, quiso castigarlo, el siervo de Dios, habiéndolo oído, fue a rogar a aquel Emmº. que no lo hiciera, porque de ello vendría pronto daño, ya que tenía mucho apoyo, y del empeño de los unos y los otros se encendería un incendio aún mayor del que ya se había iniciado contra la Orden, y viendo el Padre que el cardenal estaba firme en su propósito, se le postró en el suelo delante rogándolo con toda su fuerza. No quiso dejarse persuadir aquel digno cardenal. Entonces el buen viejo, que iluminado por divina luz conocía la voluntad de Dios, alzando los ojos al cielo dijo: “Pobre Orden, pobre de mí. Ella y yo estamos en las manos de Dios. Que se cumpla su divina voluntad, pues el Señor quiere alguna cosa grande”. Fueron estas palabras de mucha consideración, por lo que ocurriría más tarde, que parece que él lo sabía todo en su Señor.
El siervo de Dios soportaba todas las contrariedades con alegría de corazón, que disfrutaba estando en la cruz y pasión de su Cristo. Lo mismo dio a conocer también en sus enfermedades, y en aquella ocasión en que sufrió la caída del campanario cuando lo tiró el Demonio. Fue tan grande su paciencia que pudo animar a los que tenía como maestros en la escuela a escucharle y seguir su obra pía con mayor efecto, y él no sentía otra molestia que no poder estar con ellos, pero quería y se alegraba de estar enfermo, porque Dios lo permitía así, sintiendo con el Apóstol “cuando estoy débil, entonces soy fuerte”[Notas 2].
En una ocasión este ejemplar de toda virtud fue a mendigar pan, y por aligerar al compañero hizo que la mayor parte del pan se pusiese en sus alforjas, con lo que se puso a sudar, y además llovía, y se mojaron bien. Llegados a casa no permitió que el portero o algún otro que se acercó con reverencia lo descargaran, hasta que lo llevó a su lugar, y yéndose después a la habitación, se preparó para la misa. Después de decirla fue asaltado por una fuerte fiebre, que lo llevó a las puertas de la muerte. En esta enfermedad fue tan extraordinaria su paciencia durante todos los días que estuvo enfermo que de su boca no salieron otras palabras sino “Jesús, María”.
Luego se le produjo en la pierna rota por la caída del campanario una erisipela, y a causa de esta enfermedad estuvo muchos días sin poder dormir, con dolores muy agudos, y nunca se quejó o lamentó de cosa alguna, sino que siempre estuvo en los fervores de sus actos de virtud sin ninguna otra idea sino perfeccionarse en su paciencia, y recibiendo a menudo el Santísimo Sacramento, lo que hacía puesto de rodillas, con roquete y estola, con tanto sentimiento y diciendo tales palabras llenas de amor divino que rompía el corazón de los que estaban presentes allí, que no podían evitar echarse a llorar.
La misma paciencia la demostró en todo el tiempo que duraron sus últimos sufrimientos por la Orden. Sólo ellos bastarían para considerarlo más que santo. Con toda su tranquilidad de ánimo reverenció y soportó al visitador, a pesar de que sabía como cosa cierta lo que le decían o escribían del mal que intentaba obrar con sus dos vicarios generales que le sustituyeron en su lugar. Yo recuerdo haberle escrito desde una lugar lejano una carta en la que intentaba persuadirle de que no admitiese a aquel visitador de nuestra Orden, por lo que había comunicado un confidente suyo que conocía al hombre y sus intenciones, pues se sabían con seguridad los daños que intentaba producir, y muchas otras cosas que por conveniencia dejamos fuera. El Padre venerable me respondió sólo unas pocas palabras, que son las siguientes: “Esto ha sido la voluntad de Dios, y debe hacerse, y nosotros hagamos oraciones, a fin de que en todo sepamos recibir lo que es su voluntad con placer y paciencia, conformándonos a su divina voluntad. Y su pensamiento es conservar el instituto de su obra en las dificultades, y después hasta el fin del mundo, como quiera. Que Dios le bendiga”.
Nunca se opuso a aquel visitador y los dos vicarios ni les fue en contra en ninguna cosa por mínima que fuera, sino que los honró y reconoció como superiores suyos, y a los dos vicarios les entregó sus habitaciones y cuanto había en ellas. Escribió a todas partes como se sabe por sus cartas que se recibieron que les obedecieran y los reconocieran como superiores mayores. Y aunque constase que el segundo vicario era sustituido por el visitador general desde el principio, y casi todos sentían repugnancia por aceptarlo, y ni siquiera querían verlo, el venerable Padre hizo por la mejor conveniencia de las cosas que ocurrían que obedecieran al visitador en cuanto dispusiera por medio del vicario general, y él fue el primero en reconocerlo, y a su humilde ejemplo de paciencia siguieron después los demás, sin que él perdiera el ánimo de ver a la Orden, al mismo tiempo que extendida con muchas casas en toda Europa, oprimida y denigrada, estando todas las casas de las provincias en muchos modos atacadas y calumniadas, y dispersos sus hijos de buena voluntad, que él nunca se mostró contristado o descompuesto, sino que siempre con el mismo semblante lo único que decía era: “Dejemos obrar a Dios, el cual ‘me esconde a la sombra de sus alas frente a esos impíos que me acosan’[Notas 3], a él le toca pensar en los pobres de nosotros. Si el instituto es cosa suya, Él lo mantendrá y lo aumentará por todas partes. Y si quiere que esté así o que se destruya la obra de las Escuelas Pías, lo debemos aceptar gustosos; yo no he tenido otro fin más que su gloria y el llevar a cabo su santa voluntad”, así fueron sus palabras.
Uno de los nuestros le quiso decir: “Padre, he ido a la iglesia y he presentado una gran queja a nuestro padre el Abad Landriani, diciéndole que él está en el cielo y le deja a V.P. y a todos nosotros en tanto sufrimiento sin ayudarnos. Yo sé que él amaba mucho las Escuelas Pías, y le reverencia a usted, y me parece que luego se ha olvidado de todos, y me le he quejado bastante”. Le respondió el venerable Padre: “Ha hecho mal, y lo siento mucho. Los bienaventurados en el cielo ven la divina voluntad, y con eso se quedan completamente pagados y satisfechos, no quieren otra cosa. Si Dios quiere que suframos, nos tenemos que conformar y aceptarlo como un favor que nos hace al tenernos con Él así. Esta es una gracia particular, y un gran favor de Dios. Ha hecho usted mal en quejarse; eso no debe hacerse”.
No podía decir otra cosa el pacientísimo siervo de Dios ni sentir de manera diferente de lo que obraba con la virtud de la paciencia en su Dios, en lo que obraba y veía que su divina voluntad disponía con respecto a su persona por lo que le mostraba, y complaciéndole en ello se tenía por muy favorecido y honrado siguiendo la cruz de su Cristo. Así ocurrió un viernes cuando se dio a conocer en toda Roma nuestro pacientísimo Padre cuando, no solamente fue mortificado con palabras de mucho peso, sino que además fue conducido en medio de esbirros por lo más habitado de la ciudad, es decir, por el Pasquino, el Parione y Bancos, y el Puente Santángelo hasta la prisión, como un jefe de delincuentes, con otros cinco de los nuestros tenidos como tales, cuando tenía ochenta y ocho años más o menos, a pie, en el mes de julio, a mediodía, y en ayunas. Se consideró favorecido por ello, y manso y tranquilo sólo dijo con su paciencia: “Vayamos, que Dios nos ayudará”. Siempre mantuvo la misma serenidad e intrepidez de ánimo, por lo que se puede observar en todo lo que hemos dicho en el capítulo de sus persecuciones, y tuvo como favor y gracia singular el ser tratado de tal modo por sus ministros del mismo oficio, y de cuyo nombre ardía hasta morir por él en su Señor, diciendo con el Profeta: “El Señor guarda a los pequeños, estaba yo postrado y me salvó”[Notas 4].
Mostró en esto su invicta paciencia, que confirmó con los efectos de su excesiva caridad hacia todos los que le habían perseguido, de los cuales y de cuyos seguidores nunca quiso que se hablase mal, ni en su presencia ni fuera de ella, diciendo que él rogaba muchas veces a Dios con tanto afecto por ellos como por sí mismo, y que les perdonaba con la misma voluntad con la que deseaba que Dios le perdonase a él sus pecados, y que se esforzaría por verlos convertidos al Señor para que vivieran justos ante su vista. Se conoció que su paciencia era verdadera en esto cuando fue corroborada por su caridad al haber perdonado a sus enemigos, pues estando enfermos en otras casas de la Orden, no dejó de hacer lo posible por la salvación de sus almas, como hemos contado en su lugar.