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Principio del Tomo Tercero, comenzado en Nápoles, en la Casa de la Duchesca el primero de enero, Año del Señor 1673, como había prometido al M. R. Fray Egidio de Marigliano, Menor Observante en el Convento Real de Santa Silvia della Nove de esta fidelísima Ciudad de Nápoles[Notas 1].

1.- Estaba ya estabilizada la Orden, y corría por toda Europa la voz de la piedad y del temor de Dios, cuyo olor y suavidad emanaba de la fuente de las virtudes del P. José de la Madre de Dios, Fundador. Enseñaba a los niños Pobres por amor de Jesucristo; los iba imbuyendo, no sólo de los rudimentos de la santa Fe y Doctrina Cristiana, sino que, para mejor ganarlos, comenzó a enseñarles a leer, escribir y Ábaco. Daba también, por Caridad, a los niños papel, plumas, tinta, y libritos, pues no podían comprarlos a causa de su miseria. Les proveía además de Rosarios, Medallas, y –a los que sabían leer- de libros espirituales y Oficios de la Santísima Virgen, bajo cuyos auspicios había puesto sus esperanzas, y con su protección había fundado la primera Congregación. Quería que todos sus hijos se cobijaran totalmente en el manto de la Reina del Cielo, que se llamaran Pobres de la Madre de Dios de las Escuelas Pías, para indicar que siempre estarían bajo su protección, y hacer ver los orígenes y fundamento de donde nacieron los motivos primeros de la fundación de aquella Obra Pía.

Es cosa digna de memoria saberlo, gracias a la siguiente visión que tuvo cuando era Vicario General del Obispo de Urgel, en el Reino de Aragón, que él mismo contó muchas veces, cuando yo -curioso de oír algo de su boca- se le iba preguntando.

2.- Una noche le pareció estar en Roma, predicando a una cantidad de niños, que le parecían Ángeles. Les enseñaba cómo debían vivir Cristianamente; los bendecía, y luego los acompañaba a sus casas, convencido de que con él iban muchos Ángeles, que le ayudaban a acompañar a aquellos Pobres niños. Él no quería tener en cuenta esta visión, pues le parecía era, quizá, un sueño ilusorio. Por eso, a la mañana siguiente, comenzó a pensar que cuanto había visto tenía que ser un despropósito, porque nunca había tenido idea de ir a Roma.

3.- Pasaron pocas semanas, y comenzó a escuchar una voz interior que le decía: -“Ve a Roma, José; ve a Roma”. Esta voz le duró más de dos meses. Aunque comiera o bebiera, o hiciera cualquiera otra actividad en su Oficio de Vicario General, la oía siempre internamente, que le decía: -“Ve a Roma, José; ve a Roma”. Un día se quedó pensativo, y se decía para sus adentros: -“-¿Pero, qué tengo yo que hacer en Roma; si no pretendo nada, si tengo que estar por fuerza cumpliendo con este oficio de Vicario?”. Quería alejar de sí aquella voz interior, pero cada vez le inflamaba más el Corazón aquel pensamiento, que continuamente le espoleaba a ir a Roma. Más de seis meses estuvo luchando contra aquella voz interior, que nunca quiso manifestar a nadie. Aquella vez le produjo una gran melancolía; y, aunque siempre la combatía, más continuaba ella diciéndole que fuera a Roma.

4.- Un día, cuando estaba a la mesa con Monseñor Obispo de Urgel, se vencía, y se esforzaba por no aparentar melancólico. El Obispo se dio cuenta de que no tenía la jovialidad y alegría natural; le dijo que hacía algún tiempo que no lo veía alegre como siempre, y le preguntó si le quería decir la Razón; si necesitaba algo, él le proveería de ello; y, si no, que estuviera tranquilo; que no quería verlo de aquella guisa; que le dijera libremente qué le pasaba, para darle toda satisfacción. -“Y, si es por el espíritu, como algunos me dicen, Dios no quiere ser servido con melancolía, sino con alegría. Desahóguese, pues, y dígame algo, para que podamos encontrar remedio oportuno”.

Le dijo: -“Monseñor Ilmo., una voz interna me persigue, y continuamente me dice: -“Ve a Roma, José; ve a Roma”. He intentado rechazarla, pero me atormenta cada vez más; no me deja descansar ni de noche ni de día; no sé qué quiere decir, porque yo no tengo pretensión ninguna; no sé qué puedo hacer en Roma; temo que esta voz me haga enfermar. Tanto más, cuanto que, sirviendo a Su Señoría Ilma., estoy contento, y a gusto; y cuanto más estoy a su servicio, más aprendo. De sus virtudes saco más provecho que de cualquiera otra cosa en el Mundo, y me veo muy honrado sin ningún mérito mío. Sólo me atormenta esta llamada de que me vaya a Roma”.

5.- Se rió el Obispo, y le dijo: -“Quizá sea una deseo de obtener un Cargo mayor o algún beneficio eclesiástico, y a mí no me falta el modo de proveer; escribiré al Rey, que ya [conoce] sus cualidades, pues le llegó la voz a sus oídos, cuando consiguió usted remediar aquel asunto de las rivalidades entre aquellos Caballeros de Barcelona; lo hizo con tanta prudencia, que corrió la voz por toda España”. -Este caso se cuenta en su Vida, escrita por el P. Pedro [Mussesti] de la anunciación; por eso, no me parece bien contarlo en este lugar, y lo reservo para otro momento-.

6. Respondió al Vicario que, con toda seguridad, no era una aprensión, sino una voz interna, que, como no había querido escucharla, le había causado aquella melancolía. Y en cuanto a que tenía aprensión de ir a Roma para obtener un Cargo Mayor, “nunca he tenido esta intención, ni me interesa tener ningún oficio o dignidad, cualquiera que sea, porque no me considero apto para nada. En cuanto a escribir al Rey Nuestro Señor, no lo haga de ninguna manera, que no soy hombre digno de ser honrado por Su Clemencia. Y, finalmente, en cuanto lo que hice con aquellos Señores de Barcelona, no fue mi diligencia; la única razón consistió solamente en que obedecí a Su Señoría Ilma.; y sus sólidas oraciones hicieron que todo resultara a mayor gloria de Dios, y tranquilidad, y paz, de aquellos Señores”.

El Obispo le dijo que no se dejara engañar, porque a veces el demonio se viste de Ángel de luz, para engañar a quien comienza a servir a Dios de corazón; sino que viera la manera de desechar de él aquel pensamiento, estar alegre, y seguir adelante en la carrera comenzada, porque quien va a Roma es fácil que cambie de costumbres y vida, pues las ocasiones allí se presentan próximas, y las malas compañías, que inducen a los hombres a un libertad irremediable. –“Y, aunque Vuestra Reverencia vive entregado al bien obrar y a las devociones, sin embargo, siempre hay que temer esto”.

7.- -“Yo soy viejo –le dijo el Obispo- y no sé a quién encomendar este oficio, del que usted me quita las mayores fatigas. Además, confío en su diligencia y piedad para con los Pobres. Hagamos oración, para ver qué es lo que Dios quiere, y luego, haga lo que él le inspire”.

Parece que con estas recomendaciones D. José se alegró un poco, pero no por eso le abandonaba aquella voz interna de que fuera a Roma, que le duró casi un año. Finalmente, con la oración, y encomendándose al Señor, a la Santísima Virgen, a San José y a Santa Teresa, su particular Abogada, tomó la resolución de pedir licencia al Obispo. Pero no era capaz de abandonarlo.

8.- Como le parecía que aquella voz interior de ir a Roma lo acosaba más que nunca, se decidió, buscando una ocasión, a decir al Obispo que se buscara otro Vicario, porque él estaba ya resulto a ir a Peralta, su Patria, estar allí unos días para arreglar sus cosas, dejar algún legado a beneficio de los Pobres, y después irse a Roma, ya que Dios lo llamaba; para ver en a qué podía dedicarse por amor, pues no tenía otra intención.

Cuando lo vio ya tan decidido a partir, quedó muy desconsolado el buen Prelado. Le dijo que lo sentía mucho; que pensara a quién podía coger él en su lugar para Vicario; y si tenía algún conocido suyo, lo elegiría más que con gusto, porque la diócesis era grande, estaba bien encaminada, y “antes de que adquiera práctica algún otro y conozca a las personas, se requiere tiempo; y después, sabe Dios qué pueda resultar”. Porque quería una persona que no fuera interesada, de buen ejemplo, que no buscara los favores, e hiciera justicia recta, como había hecho él.

9.- Le respondió que le agradecía aquella confianza que había puesto en él, y que le diría sencillamente su parecer; que, antes de hacer un buen gobierno, se requería una persona experimentada, sí, pero forastera; que, fatalmente, bien por respetos humanos de favores, o por intereses privados, -por lo que él había podido conocer en el tiempo en que había ejercido el Cargo de Vicario General- era muy peligroso para quien no se viera despojado de estas cosas. -“Y, como los que caminan rectos a veces piensan en ascender a una dignidad mayor, es necesario que el sucesor sea forastero, pagarlo bien, y prohibirle tenga a su lado personas escandalosas, porque los súbditos aprenden de ellas, y el Obispo coge mal nombre; aunque sea Santo, por detrás lo atacan.

Siento haberle dado estos consejos, pues yo he tenido más necesidad de ser advertido que ninguno, pero, guidado del ejemplo de Su Señoría Ilma., he hecho lo que he podido, siempre con recta intención. Siento mucho dejarlo; sé cuánto pierdo en todos los aspectos, y sólo le pido se acuerde de mí en sus oraciones, en las que tanto confío; yo, en cualquier parte adonde vaya, siempre me acordaré de los buenos ejemplos que me ha dado, del honor que me ha mostrado, y siempre me ha dado a manos llenas, más de lo que merecía”.

Ante estas tiernas y amables palabras, los dos se echaron a llorar, porque se separaban mutuamente, estando ambos tan unidos por un mismo carácter.

10.- Terminada la sesión, D. José se fue muy contento. Retirándose a sus estancias, se dio a la oración, y agradeció a Dios por haber conseguido su deseo de obtener la autorización del Obispo; se iba con gran alegría por haber cumplido lo que Dios quería de él con aquella llamada interior, se aprestara a la partida, y se iba a Roma. Él tenía siempre este estímulo interno, y le parecía mil años la salida.

Por la satisfacción tan grande que había recibido del Obispo, se le pasó toda melancolía, le volvió el color, y se mostraba cada vez más jovial con todos. Pero nunca contó a nadie esta llamada interna más que al Obispo, pidiéndole que no hablara con nadie de lo que le había dicho.

11.- El Obispo quería entretenerlo, haciendo tiempo para buscar otro, pero D. José se dio cuenta de que lo que quería era retrasarlo, diciendo que esperaba una respuesta de la Corte de Madrid, a la que había encargado que encontrara un sucesor. Ante esta sospecha, escribió a Peralta que fuera a Lérida un primo hermano suyo a recogerlo, para ir a la Patria y ver a la hermana carnal, que antes de morir quería verlo.

Con esta disculpa, pidió licencia al Obispo, para acercarse a su Patria, para ver a su hermana que se estaba muriendo.

El Obispo temía que ya no volviera, y pedía le diera palabra de retornar cuanto antes, porque no quería hacer otra provisión del cargo sin su presencia.

Le respondió con ambigüedad, diciéndole que la hermana estaba muriendo, y era necesario arreglar muchas cosas de la casa, para lo que necesitaba tiempo; que desde Peralta le escribiría lo que fuera necesario; sentía tener que dejarlo, pero la necesidad era muy grande, pues el hermano mayor estaba en la Corte, y lo estaban pagando las consecuencias los intereses de la casa.

12.- Con esto se despidió, montó a caballo, y se fue a Peralta -como escribe el P. Pedro [Mussesti] de la Anunciación en su vida, escrita por él-. A los pocos días, envió una carta desde Peralta al Obispo, diciéndole que lo excusara si no volvía, porque estaba ya decidido a hacer el viaje a Roma, adonde Dios lo llamaba. Y, con ocasión de la carta, ordenó también enviar a Lérida sus cosas y los libros que tenía. Lo sintió mucho el Obispo, y, remitiéndose a la Voluntad Divina, le respondió que fuera contentísimo, que él lo veía bien, que le escribiera con frecuencia, que si le pedía algo, le enviaría cuanto necesitara; que escribiría también a Roma a su Agente, para que le diera algún apoyo en aquella Santa Ciudad, porque sabía que no conocía a nadie; y que, aunque le escribía que iba, ciertamente, confiado en la Providencia Divina, sin embargo, siempre es bueno conocer a alguien en las Ciudades extranjeras. Y le dijo el nombre de su Agente, para que fuera a encontrarse con él a toda costa, que quizá le podría ayudar en algo.

13.- Arregladas las cosas en Peralta, su patria, presagio de que no volvería más, como se lee en la Vida del P. Pedro de la Anunciación, salió hacia Roma. Cuando salió de Peralta, fue hacia el año 1951[Notas 2], tal como cuentan, pues no se sabe de cierto

Mientras tanto, el Obispo de Urgel, que tanto lo quería, escribió a su agente en Roma, avisándole de que había salido hacia allá “D. José de Calasanz, aragonés nobilísimo, pero mucho más noble en costumbres y santidad, que ha sido mi Vicario General, a quien siento haber dejado, tanto como a mi propia vida, porque ha ejercitado su Oficio de tal manera que me quitaba casi toda su carga; ha hecho justicia de tal manera que aquellos a los que castigaba se hacían amigos suyos. Nunca ha recibido nada de nadie, al contrario, hacía tantas limosnas secretas y públicas, que, cuando marchó improvisamente, los pobres lo lloraban”.

14.- “Donde ha estado ha hecho muchas obras pías, como fundar Montes de Piedad de trigo, para casar doncellas huérfanas y pobres; era el refugio de todos. Se me ha ido de las manos como sólo Dios sabe; pero ésta es su voluntad, y espero que, al salir de la patria, se porte igualmente en Roma, y reluzcan sus virtudes como ha hecho en España, donde ha solucionado cosas dificilísimas con su prudencia, cosas que no conseguían hacer las primeras cabezas del Reino de Aragón, mientras él, con su sola presencia, lo solucionaba todo, con intercambio y consentimiento de las partes, que ya estaban en Campo de batalla, con gente armada por ambas partes, capaces de matarse entre sí. Pero él supo tratarlas de tal manera que, no sólo apaciguó el ruido, sino que unió amigablemente matrimonios de la Nobleza.

15.- “Es humildísimo y muy modesto, tanto que, oyendo una palabra fea, o un juramento, se sonroja, y rápidamente se va para no oír cosas que no están bien. No sé si él irá a visitarlo, pero inténtelo; búsquelo, y, si tiene necesidad de algo, o dinero, dele lo que necesite, que yo se lo pagaré todo; y estímelo como si fuera propia persona”. Éstas o semejantes palabras escribió el Obispo de Urgel a su Agente en Roma.

Un día, este Agente fue adonde el Cardenal Marco Antonio Colonna[Notas 3], para tratar algunos asuntos suyos, y, en la conversación, el Cardenal le dijo que tenía necesidad de un hombre que le hiciera de Auditor. “Pero que sea un hombre de bien, íntegro, a quien se le puedan confiar las cosas secretas de las Congregaciones, y otros asuntos más íntimos de la Casa”. El Agente le respondió que estaba esperando de España a un Noble aragonés, “que ha sido Vicario General del Obispo de Urgel, quien lo llora por su salida”. Sacando la carta del Obispo de su alforja, se la leyó al Cardenal, y quedaron de acuerdo en hacer diligencias, para que, cuando llegara, pudiera verlo, “pues, si tiene estas cualidades, será a propósito para mí”.

16.- El Agente se fue enseguida a la Madonna de Montserrat, donde se reúnen los aragoneses; habló con el sacristán, y le dijo que hiciera el favor de interesarse si había llegado, o iba a llegar, un Cura aragonés, llamado D. José de Calasanz, “que es de Peralta de la Sal, y ha sido Vicario General del Obispo de Urgel; que, si lo encuentra, le avisa, por cosas importantísimas”. El sacristán le respondió que él era de la Diócesis de Urgel, y había oído decir de él que era un gran Siervo de Dios. -“Estos Señores Calasanz –le siguió diciendo- tienen aquí un sepulcro con una inscripción, delante de la puerta de la Iglesia, de un tal Beltrán Calasanz[Notas 4], que fue Camarero de un Papa, dejó en ésta tres misas a la semana; y esta misma mañana se tiene un Aniversario, por no que no puede por menos de venir aquí, o vendrá algún paisano suyo, que con seguridad sabrá cuándo viene, y enseguida le aviso”.

17.- El Agente solía pasar siempre por Montserrat, porque tenía la Casa en calle Giulia, cada mañana entraba en la Iglesia a oír Misa, y preguntaba si había alguna noticia de Calasanz.

Al cabo de algunas semanas, llegó D. José de Calasanz a Roma, y comenzó a visitar los Santuarios de aquella Ciudad; todos los días recorría las Siete Iglesias, sin preocuparse de buscar al agente del Obispo de Urgel, ni a sus paisanos, sino sólo andaba haciendo sus devociones, y diciendo la Misa, ora en una iglesia, ora en otra.

Casualmente, una mañana lo vio un paisano suyo, y, reconociéndolo, lo llamó por su nombre. Después de los saludos, le preguntó cuánto hacía que había llegado a Roma, porque quería verlo el sacristán de la Iglesia de Montserrat, que era de la Diócesis de Urgel, y tenía ganas de verlo, pues le habían dado noticias de que estaba de camino.

18.- Le respondió que hacía pocos días que había llegado, que estaba en una Habitación alquilada en la Plaza de España, y que cómo era posible que el Sacristán supiera que estaba de camino, si él nunca lo había hablado con nadie. -“Mañana iré a verlo, y diré allí la misa, porque en aquella Iglesia están los huesos de mis antepasados”.

Se despidieron, y continuó su camino de las Siete Iglesias.

Fue enseguida el aragonés a visitar al Sacristán, y le dio la noticia de haber visto y hablado con D. José Calasanz, “y mañana vendrá a decir la Misa”.

Se alegró mucho el Sacristán ante aquella noticia, y mandó al aragonés que se quedara a la puerta –ya que él lo conocía-, para que le avisara, si es que llegaba, y le hiciera la acogida que merecía. Llegó D. José, quien preguntó por el Sacristán. Cuando se saludaron empezó éste a preguntarle muchas cosas sobre el Pueblo, cómo estaba el Obispo de Urgel, y otras personas que conocía.

19.- Como ya le estaba esperando, el Sacristán le había preparado, -para que pudiera decir Misa- las cosas más preciosas que tenía en la Sacristía,-que era rica como cualquiera otra iglesia- como fastuosos paramentos, regalados por el Rey y de la Reina. Cuando D. José los vio, se sintió a disgusto, dada su humildad, y le dijo que le pusiera cosas ordinarias, que él era un pobre Cura, y no merecía tanto honor. A lo que el Sacristán respondió: -“Vístaselos, de todas formas”. Y es que, además de sus méritos

–ya que lo conocía como Vicario General de Urgel- lo hacía también por los favores que sus antepasados habían hecho en aquella Iglesia. Al final, después de muchas muestras de humildad, dijo la Misa en el Altar de la Madonna de Montserrat, estatua muy milagrosa y de gran devoción, ante la cual él proyectó los rayos de su devoción, que no se saciaba de mirar la santa Imagen, lo que observaban todos aquellos buenos Curas.

20.- Mientras decía la Misa, llegó el Agente del Obispo de Urgel, quien también pudo darse cuenta de sus sentimientos, y de la devoción con la que celebraba; pues, aunque andaba ocultando sus virtudes, sin embargo, todos se daban cuenta de que era un gran Siervo de Dios. La misa la decía más bien breve que larga, porque antes se preparaba diciendo muchas oraciones y rezando Mementos, y después, rendía acciones de gracias, conforme al Rito de la Santa Iglesia. Más tarde, exhortaría a todos sus hijos a que lo hicieran lo mismo, cuando decían la Misa, para no aburrir a los que la oían; pero que tampoco fueran tan breves que escandalizaran a los que la oían; que no pasara de la media hora. Y siempre daba estos consejos a los sacerdotes noveles, cuando iban a decir la primera misa, en la que siempre también quería estar presente.

Terminada la Misa y dadas las gracias, agradeció al Sacristán su cortesía y la caridad que había tenido con él. “-Pero –le dijo- si quería que vuelva, debe tratarme como a los demás Curas de la Iglesia; de lo contrario no volveré, porque yo soy un pobre Cura forastero, que he venido a Roma para hacer mis devociones”.

21.- Cuando estaba para despedirse, se le presentó el Agente del Obispo de Urgel, y le preguntó cuánto tiempo hacía que había llegado a Roma, que había estado esperando que fuera a visitarlo, pues tenía orden de Monseñor Obispo de Urgel de le proporcionarle todo lo que necesitara, y no tuviera dificultades; por lo que no le faltaría nada.

Le respondió: -“El Señor Obispo es mi Patrón; he sido, y soy aún, su Servidor; se lo agradezco, pero no necesito nada; hace pocos días que he llegado; me dedico a visitar los lugares Santos y a hacer mis devociones; agradezco a Su Señoría los ofrecimientos, y si fuera necesario, echaría mano de ellos”.

El Agente le añadió que había recibido también cartas de Monseñor, acerca de su persona; que la última la había leído el Cardenal Marco Antonio Colonna, quien deseaba verlo y conocerlo; y que, si no le molestaba, podían ir juntos, que así se lo había prometido, cuando llegara.

22.- A esto respondió [D. José] que él no conocía a nadie, ni siquiera al Cardenal Colonna; pero, aunque era nuevo, sí había oído decir algo, por ejemplo, que era bondadoso y cortés; en cambio él era un Pobre Cura, que quería hacer sus devociones; que lo dispensara, pues quería recorrer las siete Iglesias, ya se hacía tarde, aún no conocía bien las calles, y, por eso, iría acompañado de algún otro Peregrino, que se las enseñara; que no contara con él aquel día.

Le replicó que podían ir juntos adonde el Cardenal cuando le pareciera bien; que lo estaba esperando con grandísimo deseo de conocerlo y hablar con él, pues le había prometido ir con él a visitarlo en cuanto llegara a Roma. –“Es el Cardenal principal, y el más Noble de la Corte Romana, muy amigo del Obispo de Urgel”. Tanto le insistió, que le prometió ir juntos al día siguiente, a pesar de que D. José seguía excusándose de que era español, no hablaba la lengua italiana, y el Cardenal no entendería la española. Le respondió que el Cardenal había estado en España, y hablaba muy bien el español; que le hablara, pues, en su lengua, que sería muy bien atendido. Decidieron encontrarse al día siguiente a las 20 horas, después de hacer sus oraciones, en la Iglesia de los Santos Apóstoles, que allí les esperaba. Con esto, se despidió D. José y se fue a hacer las Siete Iglesias.

23.- Quedó tan encantado el Agente de su modestia y humildad, y de que, siendo de pocas, éstas decididas y de mucha ponderación. Inmediatamente se fue donde el Cardenal Colonna, le dio la noticia de que Calasanz ya había llegado, había oído su Misa -que inspiraba devoción- y estaba convencido de que sería tal como lo había descrito el Obispo de Lérida, y más. –“-Quería traerlo conmigo, pero, como es tan dado a las devociones, ha ido a la de las siete Iglesias, y, después de muchas dificultades, ha prometido que mañana, a las 20 horas, vendremos a la Iglesia de los Santos apóstoles. Me puso la dificultad de que no entiende bien la lengua italiana, y tendría que hablar español. Pero lo esperaré, y mañana vendremos juntos aquí, si Dios quiere”.

24.- Se entusiasmó tanto el Cardenal Colonna ante aquellas palabras, que se le hacía mil años hasta poderlo ver. Hasta le dijo que había sido convocada una Congregación para las 20 horas, pero la dejaría, y no iría a ella, para poder esperarlo, pues le importaba más hablar con Calasanz que ir a la Congregación. –“Los espero mañana a las 20 horas; no dejen de venir, porque no me puedo fiar de mis Ministros, de los que he tenido quejas; no quiero adquirir mal nombre ante la justicia, que bien sabe usted cómo se trata en la Corte Romana; y, aunque yo tenga buena intención, no lo puedo ver todo y me puedo engañar”.

25.- Le respondió que esperaría a D. José, y enseguida lo conduciría donde Su Excelencia Ilma. –que era el tratamiento dado en aquel tiempo a los Cardenales[Notas 5]-.

Tanto D. José como el Agente, se encontraron antes de las 20 horas en la Iglesia de los Santos Apóstoles. El Cardenal, para comprometerse más, envió una embajada a decirle que lo estaba esperando con muchísimas ganas, que ya le había dicho que estaría a las 20 horas para servirlo.

A Calasanz le pareció un acosa exagerada que lo esperara un Cardenal que no lo conocía, ni sabía quién era; le parecía impropio; pero, si Dios lo guiaba, y se dejaría guiar, hasta ver el final de la propuesta, y las instancias que le hacían tantas veces.

En cuanto llegaron a la Sala, vino un Caballero, y les dijo que el Cardenal los estaba esperando, que entraran.

26.- Al entrar en la Antecámara, se abrió la puerta del Salón Noble, cercana a la habitación de San Carlos Borromeo, y salió el Cardenal. Comenzó a conversar familiarmente en lengua española, preguntándole cómo estaba Monseñor Obispo de Urgel, que era muy amigo suyo, pues lo había conocido en la Corte de Madrid, y tenía de él un concepto de gran Prelado y siervo de Dios, y cuánto tiempo había estado con él.

Le respondió que cuando salió de Lérida, hacía unos cuatro meses, el Obispo estaba muy bien; en cuanto a su bondad de vida, doctrina y modestia, es celebrado en toda España, y Su Majestad el Rey lo estima muchísimo por la gran piedad que tiene con los Pobres, y por ordenar enseñarles la Doctrina Cristiana; además da limosnas, y a veces sienta a los Pobres en la mesa con él, y les sirve como si fueran la persona de Cristo.

Fue largo el discurso, pero nunca le dijo cosas particulares, sólo generales. Quiso ser informado de todas las cosas de España, quizá para enterarse lo que pasaba, por aquella conversación. Finalmente, quiso que le informara sobre la forma de gobierno del Obispo de Urgel, cuánto retribuye y cuánto gana al Vicario General, siendo una diócesis tan vasta, donde hay Príncipes tan importantes.

Le respondió que no sabía lo que ganaba el Obispo; y, en cuanto al Vicario General, según el individuo que lo maneje; que Monseñor le paga bien, no permite que le falte nada; quiere una persona que dependa completamente de él, y saber lo que se hace, para que la justicia se ejerza con rectitud; que todo lo que se haga, sea en Congregación Secreta, sólo con su voto y el del Vicario; y, cuando se trata de cosas criminales, entre también el Juez a dar su voto. Así que las cosas van bien.

27.- Informado de todo el Cardenal, y dándose cuenta de que era muy competente para lo que deseaba de él, le preguntó cuál era la razón de su venida a Roma, al haber dejado un Cargo tan conspicuo como el de Vicario General, aunque sabía cómo lo había ejercido, y el disgusto tan grande que había tenido Monseñor Obispo de Peralta por su partida; y le preguntó también en qué se iba a ocupar en Roma.

Le respondió que había venido a Roma para vivir él mismo y cuidarse de su alma, “porque, a veces, los honores y los cargos hacen que las Almas se precipiten en el infierno; y también para seguir la Voluntad de Dios, que le había invitado renunciar al oficio, con mucho contento y satisfacción suya; y en cuanto a lo que pienso hacer en Roma, cumplir con mis devociones, y alguna obra de piedad, según Dios me lo vaya indicando, que esta es mi propia finalidad.

28.- -“Bien –le replicó-. ¿Así que quiere usted cumplir la voluntad de Dios en todas sus acciones?”.-“Así lo espero, si él me da esa gracia”. –“Sepa, -le replicó- que la Voluntad de Dios es que venga a mi Casa, a ejercitar todas esas cosas que quiere, que le daré todas las facilidades posibles. Podrá hacer lo que desee, sólo que, a veces, tendremos que hablar juntos de las cosas más importantes que me ocurren; tendrá sus habitaciones, alguien que le sirva, y no permitiré que le falte nada que necesite; mandaremos a decir dónde se encuentra, y que -por ahora- no lo esperan, porque tiene que ayudarme a estudiar una Causa de muchísima importancia, que no puedo contar a todos”. Esto lo decía el Cardenal para asegurarse, sobre todo, de su doctrina, pues las demás cosas ya las había comprobado.

29.- Le respondió: -“Señor Cardenal, yo soy un Pobre Cura Ignorante. Es verdad que he estudiado, pero me falta la experiencia que usted piensa. He profundizado más en Teología que en otras ciencias; y, aunque he ejercido el Vicariato, teniendo antes como Maestro a Monseñor Obispo, he venido aposta, para huir de estos cuidados y seguir lo que Dios quiere de mí, y para no saber nada de las cosas del mundo”. –“Como se ha dedicado más bien a la Teología, en esto se podrá ejercitar a su gusto. Será mi Teólogo, y guiará mi Conciencia, que tengo mucha necesidad de esto; y, en cuanto a que quiere seguir la voluntad de Dios, sepa que ésta es su Voluntad; no quiero a otro que me guíe la Casa en las cosas espirituales, y en particular a un sobrino mío”. Le replicó: -“Si Dios quiere que así sea, hágase su Santísima voluntad”.

Y así se plegó a quedarse en Casa. Le señalaron las habitaciones a la mano izquierda, subiendo la primera escalinata, donde hay dos estancias, cuyas ventanas dan a la Iglesia de los Santos Apóstoles, encima de la Capilla donde ahora está el santísimo Sacramento. Esto le causó grandísimo consuelo, por estar tan cerca de su Amado Señor, y poder darse a la oración lo que quisiera.

30.- Estas estancias tienen la misma forma. Desde la Iglesia se ven dos celosías. Todos las pueden ver; yo mismo he visto muchas veces que los Señores Colonna no dejan entrar allí más que a sus Amigos. En ellas, sólo han cambiado las puertas, que han hecho de mármol, como son las de la habitación de San Carlos Borromeo, que están en frente. Sobre estas dos puertas hay inscripciones, donde dice: “Estancias de San Carlos Borromeo”. Se pueden ver al subir la segunda escalera, para ir al Salón Noble del Condestable Colonna. Más arriba de allí no se puede subir, pero de allí todos las pueden ver.

Le designó un sirviente, que le servía cuanto necesitaba, tanto a él, como a su servidor. Y ordenó al Maestro de Casa que lo tratara como a su propia persona.

Por la noche lo llamó familiarmente, y le mandó estudiar un escrito antes de ir a una Congregación, y otro para el Consistorio, cosas de grandísima importancia. Le hizo el resumen, y después, el voto que debía llevar el Cardenal, con una gran facilidad y claridad. El Cardenal quedó muy satisfecho. Luego de leerle los escritos, le pidió un favor, que se podía conceder fácilmente, si le parecía bien.

31.-El piadoso Cardenal respondió: -“Diga, pues, libremente y con toda libertad, que aquí estamos para darle toda satisfacción”. –“Señor Cardenal, yo le serviré puntualmente en todo, hasta donde lleguen mis fuerzas y saber; no perdonaré fatiga en todo lo que haga falta; pero desearía poder hacer mis devociones, estado siempre retirado; no quisiera estar en la Antecámara, ni ir al Cortejo con los demás Gentileshombres, para no perder el tiempo, que es la cosa más preciosa que hay en esta vida. Esta fue la primera advertencia que me dio Monseñor Obispo cuando me despedí de él. Después, cuando usted me llame, iré rapidísimo a la menor insinuación”.

El Cardenal le respondió que le edificaba mucho la primera petición que le hacía, desprendida de todo; pero le gustaría que, a veces, tratara con su sobrino, y le diera consejos para vivir, para que la juventud no lo desviara, pues era muy despierto, pero él, entre sus negocios, no lo podía cuidar; que lo enderezara en las cosas espirituales. –“Yo le daré órdenes, para que no salga de casa sin que le dé cuenta de dónde va a ir y qué va a hacer. Tenga paciencia si le pongo esta tarea de más”.

32.- El Padre le respondió que lo atendería muy gustoso, y no sólo al Príncipe, sino a toda la familia; que esta era su forma de ser, evitar toda ofensa de Dios en cuanto pudiera.

El Cardenal mandó rápidamente llamar al Príncipe D. Felipe Colonna, y le dio orden de que cada día fuera a estar con D. José al menos una hora, y no saliera nunca de Casa sin recibir antes su bendición, y le decía con quién y qué iba a tratar con cualquiera, para que aprendiera las buenas y santas costumbres; que esto sería para él un grandísimo consuelo; y que le daría lo que quisiera.

El Príncipe, obediente, besó la mano de D. José, y le dijo que le sería siempre obediente, y haría lo que le ordenara el Señor Cardenal.

El Cardenal quedó muy contento, y cada noche llamaba al Sobrino, preguntándole qué había tratado con D. José.

33.-El Príncipe iba cada noche donde el Cardenal, y le contaba cómo, y con qué gracia y facilidad tan grande, le iba explicando los rudimentos de la fe, y después, cómo, poco a poco, iba progresando, haciéndole conocer las obligaciones del Cristiano; y qué debía hacer para rechazar el pecado. Así que el Príncipe le cogió tal afecto, que sabía separarse de él. Con esta ocasión, el Príncipe iba diciendo muchas cosas espirituales a los Caballeros, y los otros Gentileshombres de Casa, algunos de los cuales iban con el Príncipe, para hacerle compañía y escuchar a D. José.

Viendo toda la familia que, tanto el Cardenal como el Príncipe, disfrutaban mucho de que cada uno iba a aprender algo, pidieron al Cardenal que ordenara al P. José que también a ellos les enseñara algo; el Cardenal disfrutaba mucho con estas peticiones, y se alegraba cuando oía que lo llamaban el Padre José. Hasta tal punto, que, cuando mandaba llamarlo, decía que llamaran al Padre José. Por todo ello, le dio el título de Padre Prefecto de las cosas espirituales de su familia, y le pidió que ayudara a todos a caminar rectos por el buen camino, “a fin de que, conozcan y sepan lo que deben hacer para ser buenos cristianos”.

34.- El P. José les asignó la hora oportuna conforme fuera el servicio, para no impedir, primero, los estudios, y después, el servicio que debían hacer al Patrón. Sabía además encontrar nuevos modos e invenciones nuevas, de forma que todos comprendieran lo que decía; y luego se lo hacía repetir a ellos mismos. Consiguió tanto fruto, que toda la Corte se enteró de que el Cardenal Marco Antonio Colonna había reformado a toda su familia, e incluso toda Roma quedaba edificada. Esta voz se extendió por el Colegio Cardenalicio, y preguntaban al Cardenal Colonna quién era aquel Prefecto de las cosas espirituales de su familia, tan bueno que todos progresaban positivamente, y con modestia tan grande, que ya no parecía la Corte anterior. Uno de aquellos Cardenales fue el Cardenal Alejandro de Medici, que, elevado al Pontificado, se llamó León XI.

35.- El Cardenal Colonna les respondía que había llegado un español del Reino de Aragón -de la Casa Calasanz, Nobilísimo, que había sido Vicario General del Obispado de Urgel-, “hombre doctísimo, que domina las materias de las Congregaciones de tal manera que me hace los respuestas para las Congregaciones, con tal facilidad y prontitud, que yo mismo me quedo admirado; y -hablando de la santidad de vida- ha reformado tanto, no sólo las costumbres del Príncipe, mi sobrino, sino las de toda mi familia, que parece son otras personas. Cuando ven al P. José, es increíble cómo se comportan. –´Callen –dicen- que pasa el Prefecto´. A mí me encanta ver a mi familia tan compuesta; así que lo quiero más que a mí mismo. El retiro que este hombre hace, en admirable; nunca sale de sus habitaciones, más que cuando va a decir Misa a los Santos Apóstoles; después se retira a sus estancia, y no sale sino cuando yo lo llamo”.

36.-“Ha enseñado la Doctrina Cristiana hasta a los mozos del establo, y con tanta facilidad, que yo estoy admirado; nunca lo veo hablar con nadie, ni creo que conozca a nadie. La primera cosa que me ha preguntado hs sido que lo saque de la Antecámara y lo libere de los Cortejos. Sus horas están tan bien repartidas, que a todos da satisfacción; por eso lo quieren tanto, contra lo que se acostumbra en las Cortes”.

Cuando el Cardenal de Medici oyó que enseñaba la Doctrina Cristiana con tanta facilidad, y que era Prefecto de ella, y le dijo que le hiciera el favor de enviárselo, que mediante una embajada, le encargaría la consulta de alguna Congregación; que, a toda costa, quería conocerlo, porque la Congregación de la Doctrina Cristiana, aunque era numerosa, y de personas doctas, éstas no tenían la experiencia que él deseaba. El Cardenal Colonna lo complació. Y que le enviaría también dos consultas hechas por él, una para la Congregación de Obispos y Regulares, y otra del Concilio. –“Ya verá con qué claridad las responde” –contestó el Cardenal Colonna. Quedaron en que lo enviaría por la tarde.

37.- En cuanto el Cardenal Colonna volvió a Casa, mandó llamar al P. José, y le dijo que fuera adonde el Cardenal de Medici, le aclarara dos consultas para la Congregación, pues tenía no sé qué duda, y no las entendía; a ver si se las podía solucionar. Que a las 20 horas estaría le estaría esperando, y daría orden de prepararle la carroza. –“Vea lo que le dice, porque es un Cardenal muy devoto y piadoso; tanto, que, si todos los Cardenales fueran como éste, ¡qué Feliz sería la Santa Iglesia!”. El P. José le respondió que haría lo que le mandara; pero que, como no había aprendido bien la lengua italiana, no sabía si le entendería. Y, en cuanto a la Carroza, iría a pie con su servidor, para que le enseñara el camino, porque él no sabía dónde vivía el Cardenal de Medici.

38.- Le respondió el Cardenal que de ninguna manera quería que fuera a pie; que cuando fuera a los negocios suyos, ordenara siempre al Caballerizo le preparara la carroza, pues no era honroso para él que sus Gentileshombres fueran a pie; más aún, quería que lo acompañaran dos Palafreneros, tal como es costumbre en Roma; que en esto se dejara gobernar, hasta que cogiera el hábito de la costumbre de la Corte; y, en cuanto a la lengua italiana, que hablara tranquilamente en español, que lo escucharía con muchísimo gusto, porque todos los Cardenales entienden la lengua francesa y la española.

Decidió hacer lo que le ordenaba, pues era dócil, se dejaba guiar, y obedecía a las insinuaciones.

Cuando llegó la hora, llamaron al P. José; subió a la carroza, y lo acompañaron dos servidores de Cardenal, además del suyo: Llegados al Patio del Cardenal de Medici, el servidor le preguntó si quería que avisara al Maestro de Cámara que había llegado el P. José, Teólogo y Auditor del Cardenal Colonna, como se acostumbra a hacer en la Corte, cuando van estos personajes principales de Cardenales en representación de la persona del Patrón; y así lo había ordenado el Cardenal.

39.- El P. José le respondió que, cuando estuvieran en la sala, bastaba le dijera que había venido un Cura del Cardenal Colonna, para escuchar lo que mandara el Señor Cardenal. El Maestro de Cámara le preguntó si era el P. Prefecto. Le respondió que sí; pero como era tan humilde, le había ordenado decir, solamente, que era un Cura del Cardenal. Enseguida salió el Maestro de Cámara, y, sin más embajadas, lo introdujo adonde el Cardenal de Medici; éste le mandó sentar, y, con pocas ceremonias, el P. José le dijo en lengua española que el Cardenal Colonna, su Señor, le había mandado a recibir sus órdenes. Entonces el Cardenal comenzó a decirle que quería le leyera las dos escrituras, de lo que quedó muy satisfecho; y, fingiendo que no lo entendía, -para poder alargar más la conversación- le pidió que se las explicara, para entender mejor la doctrina, al tratarse de negocios muy graves, y su Auditor no había sido capaz de resolver de aquella manera.

40.- El P. José permanecía con semblante erguido, pero muy modesto, que apenas alzaba los ojos para mirar al Cardenal. Leídas de nuevo las escrituras, le aclaró las dificultades, citando las doctrinas de memoria y con tanta abundancia, que el Cardenal se quedó admirado, tanto de su gran memoria, como de la forma de explicárselo. Aprovechó entonces la ocasión, y le preguntó en dónde había estudiado, y quién había sido su Maestro. Le respondió que había estudiado primero en Lérida, y después en otras Universidades; pero donde más había aprendido, había sido bajo la dirección del Obispo de Lérida, que con su gran práctica, -ya que siempre anotaba las opiniones de los más importantes de la Corona de España-, había aprendido algunos conocimientos, aunque superficiales, cuando, a veces, estudiaba con él; y esto sí que le refrescaba mucho la memoria, porque había estudiado Teología, y le ensanchaba el camino hacia las cosas espirituales, más que las leyes Civiles y Canónicas.

41.- De aquí tomó pie el Cardenal de Medici para preguntarle, sobre todo de Teología. Le respondía con tanta franqueza, que llegó a deleitarse, hasta llegar a decirle que era él el Protector de la Doctrina Cristiana, a la que estaban inscritos muchos Gentileshombres de la Corte como obreros, pero no tenían la dirección que él quería y había oído al Cardenal Colonna que se la había enseñado con toda facilidad a la Corte, por lo que estaba muy contento. Le dijo que, si hacía el favor de tomarse un poco de trabajo las fiestas, iría también él a escuchar la forma como enseñaba, pues con tal dirección se perfeccionarían otros operarios; y que tuviera a bien inscribirse en la Cofradía.

Le respondió que haría con mucho gusto lo que quisiera el Señor Cardenal Colonna, su Patrón.

42.- Le cogió tal afecto el Cardenal de Medici, y confiaba tanto en él, que pidió al Cardenal Colonna le hiciera el favor de mandarle que se inscribiera en la Cofradía de la Doctrina Cristiana, como hizo rápidamente.

Comenzó a actuar, y obtuvo tanto éxito, que, al llegar la elección del nuevo Prefecto -que se hizo en presencia del Cardenal- todos dieron el voto para Prefecto al P. José Calasanz; consiguió tal renombre en toda la Corte que, viendo los demás operarios de la Cofradía que quedaban detrás y elegían a un forastero, se admiraban también. El mismo Cardenal de Medici, que después fue León XI, contaba que, si cada uno de ellos tuviera un hombre parecido al que tenía el Cardenal Colonna, de seguro que toda la Corte Romana se reformaría. Cuando después fue elevado al Pontificado, se acordó de él, y le dijo que, con la ayuda de Dios, le ayudaría en lo que necesitara. Pero, como no vivió más que veintiséis días, le resultó inútil al P. José para la expectativa que se había creado, tal como escribe el P. Pedro [Mussesti] de la Anunciación en la Vida del P. José, capítulo XV, donde se puede leer.

43.- Después de la muerte del Venerable Padre, enviamos una nota a Monseñor Juan Francisco Ginetti y al Sr. Marqués César Battinini, Superiores en aquel tiempo de la Doctrina Cristiana; ellos, -creo que fue el año 1650, siendo Protector el Cardenal Francisco Barberini- dieron orden de que se viera en los libros de la Doctrina Cristiana, que conservaba el Secretario en la Iglesia de San Martinello, en la Plaza del Monte de Piedad, y se investigara, a ver si se encontraba en el Catálogo de Cofrades el nombre del P. José Calasanz, aragonés, y comprobaron que en el año 1593 fue elegido Prefecto de la Cofradía de la Doctrina Cristiana. Reunida después una pública Congregación, designaron a dos Párrocos, es decir, al Párroco de San Nicolás de Cesarini, y al Párroco de Santa María in Monticelli, para que hicieran tres Memoriales

-en nombre de toda la Cofradía y Congregación de la Doctrina Cristiana- a Su Santidad el Papa Alejandro VII, donde enumeraran las virtudes de uno de sus cofrades, y le pidieran su Beatificación, como así hicieron. Hablaron de viva voz al Papa, y él, con mucho gusto, envió los tres memoriales a la Sagrada Congregación de los Santos. Estos memoriales fueron registrados más tarde por mí en mi libro, escrito aposta para las instancias que dejé en Roma al P. General, cuando salí de allí.

44.- Comenzó con tanto fervor a enseñar la Doctrina Cristiana, que no se contentó con darla sólo en las fiestas, sino también los días de labor, cuando iba distribuyendo las limosnas de la Cofradía de los Santos Apóstoles, y encontraba niños que no sabían hacer la Señal de la Cruz, ni tenían conocimiento de los rudimentos de la fe.

-Este fue el motivo de comenzar poco a poco a seguir enseñándoles, como diremos luego, para no romper ahora el hilo de la obra buena que venía haciendo, ni de las virtudes en que iba avanzando; porque ahora no pretendo escribir la Vida del Venerable Padre, que ya la ha escrito el P. Pedro de la Anunciación, sino para decir más claramente, con esta ocasión, lo que él mismo me ha dicho-.

45.- Para evitar el ocio, el sueño, y los incidentes de las correrías del ´demonio del mediodía´, durante el verano, en los excesivos calores de Roma, mientras estuvo en Casa Colonna, solía ir al segundo Claustro de los Santos Apóstoles, y allí paseaba, rezando el Rosario, o leyendo algún libro espiritual, que le servía la ´lectura espiritual´,

-así la llamaba él, y que luego introdujo en las Reglas de los Novicios, para alejar las ocasiones de pensamientos servir por los efluvios de los alimentos, que suelen desviar la mente de las Cosas Divinas.

Un día, mientras paseaba, bajaron dos jóvenes; uno se llamaba P. Bagnacavallo y el otro Juan Bautista Larino, estudiantes de los Frailes Menores de San Francisco; y, mientras paseaba, los dos estudiantes comenzaron a soltar ligerezas, bromeando; se perseguían uno al otro, y andaban hurtándose uno a otro, como si estuvieran luchando; y, corriendo de una columna a otra, hacían mil tonterías, propias de jovencitos.

46.- El P. José, de forma elegante, los llamó, los reprendió, y les dijo que era mejor dedicar aquel tiempo a estudiar, porque los dos iban a ser los primeros Prelados de la Orden, y tenían que dar buen ejemplo a los demás, para ayudar a su Orden; y que sólo la mente de Dios sabía lo que les tendría que suceder.

47.- Ante aquellas palabras, tanto Bagnacavallo como Fray Juan Bautista Larino, no sólo quedaron advertidos, sino que también se enmendaron; porque aquella hora que tenían de reposo, concedida por el P. Regente del Colegio de San Buenaventura, no la emplearon ya más que en estudiar y en hacer la ´lectura espiritual´. Y aprovecharon tanto en las ciencias y en el espíritu, que merecieron los Primeros cargos de la Orden. El P. Bagnacavallo, no sólo llegó a ser dignísimo General de la Orden, sino que, ayudado de la consulta y parecer de nuestro Padre José, pretendía reformar la Orden, a la manera de como la había instituido San Francisco, y después restauró San Buenaventura. Y para liberarla de los peligros de algunos, poco observantes, que no lo podían aguantar, se fue a Venecia, donde estuvo algunos años, como se ve en las cartas escritas a Venecia por nuestro P. General al P. Melchor [Alacchi] de Todos los Santos, tal como puede leerse en las mismas cartas, recogidas por mí en los años 1630, 1631, 1632; en una de las cuales decía que tenía esperanza en la buenísima intención del Papa Urbano , y ordenaba al P. Melchor que no tomara ninguna decisión sin el Consejo del P. Bagnacavallo. El P. Juan Bautista Larino, no sólo fue compañero suyo en la Orden, sino Vicario General, mientras Bagnacavallo estuvo en Venecia; después fue también elegido General, y tuvo todas las preeminencias de la Orden. Murió en Venecia el P. Bagnacavallo, en tiempo de la peste del año 1632[Notas 6].

48.- Todo este caso de aquella predicción, de cuando eran jóvenes el P. Bagnacavallo y Fray Juan Bautista Larino, me lo contó a mí, y al P. Vicente [Berro] de la Concepción, el mismo P. Larino, el año 1652, si mal no recuerdo, cuando vino a Roma, y nosotros le animábamos a que fuera examinado en el Proceso que se estaba haciendo “via ordinaria” de nuestro Venerable Padre. Este Padre, partió después a Nápoles, donde murió; pero dejó todo esto escrito de su propia mano, como consta en una certificación al P. Vicente de la Concepción, que en aquel tiempo era Procurador de la Causa; sólo que no sé donde dejó dicho escrito.

49.- En los mismos años 1592 o 1593, fue fundada la Cofradía de los Sagrados Estigmas de San Francisco por muchos Señores piadosos, los que la llamaban ´escuela de mortificación´: Pertenecía a ella, en particular, el Duque d´Acqua, de Casa Cesis, hombre de gran piedad. Éste tenía una ampolla con sangre salida de las sagradas llagas de San Francisco, que donó a dicha Cofradía, y ahora se ve expuesta durante toda la octava de los Sagrados Estigmas, y todos pueden verla sobre el altar. Yo mismo la he visto muchas veces. A ella, por devoción, acude toda Roma, y el Domingo Infraoctava se hace una solemne procesión, en la que va acompañada por todos los frailes de las Órdenes de San Francisco, con gran devoción; durante toda la Octava permanecen allí dos Peregrinos, uno por la mañana y otro por la tarde; y tiene lugar la elección de los mejores Predicadores que hay en Roma. El Protector de esta Cofradía es el Cardenal Francisco Barberini, que asiste a ella con grandísimo ejemplo de humildad. Son Guardianes de la Cofradía los Príncipes conspicuos de Roma, elegidos por los mismos frailes. Ha asistido algunos años el Duque Strozzi, D. Lelio Ursini, y el Príncipe de Palestrina, sobrino de dicho Cardenal Barberini.

50.- Por la fama de gran santidad que tenía nuestro P. José, fue invitado a esta nueva fundación de la Cofradía, y acudía todos los días después de comer a aquella ´escuela de mortificación´, para ejercitarse en las santas virtudes, donde desplegaba las velas de su espíritu, cuya memoria dejó a sus Hijos; cuando hicieron sus Reglas, él fue el Celador, para hacer que se observaran tal como recomendaba el Duque Ceis, ya muerto. Se enamoró tanto de este Instituto, y de la devoción de las Sagradas Llagas, que quiso ir dos veces a Asís, el día 2 de agosto, durante dos años, para ganar las Indulgencias de la Porciúncula en Santa María de los Ángeles. Él mismo lo contó a Monseñor Fray Buenaventura Claver, Obispo de Potenza -que aún vive, por el que yo mismo he sabido lo que sucedió- y lo anunció también en una conversación, cuando era Regente del Colegio de San Buenaventura, y contaba los disgustos que por los que pasó el P. Bagnacavallo; al final declaré cómo se supo.

Notas

  1. Es una nota puesta al margen.
  2. Es el margen este año aparece borrado, y cambiado por el año 1590.
  3. Una nota al margen dice: “Marco Antonio Colonna, Cardenal creado por Pío IV el 12 de marzo del año 1565. Murió en Zagarola el 13 de mayo de 1597, y fue sepultado en la iglesia de los Frailes Menores”.
  4. Al margen se dice; “Antonio Calasanz, sepultado en Roma”.
  5. Hay una nota al margen que dice: “A los Cardenales se les daba solamente el título de Su Señoría Ilustrísima”.
  6. En este lugar, hay una nota al margen del folio, donde se lee: “Este Padre murió de peste en Nápoles, en San Francisco de Capodimonte, el año 1663”.