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51.-Fue tanta la devoción que nuestro Padre tuvo a San Francisco, que, desde que entró en la Cofradía de los Sagrados Estigmas, le vino la idea de ir a visitar su sepulcro, con el mismo Saco de la Cofradía, que es de tela, más negra que gris, sujeto con un grueso cordón con nudos, como suelen llevar los Padres Menores Observantes, con el Capucho de la misma tela, el Sombrero a la cabeza, y las rodillas y los pies desnudos, como vamos nosotros mismos. Con este tipo de vestimenta se fue a Asís. Cuando llegó al sepulcro de san Francisco, se le apareció el Santo y le preguntó qué había ido a hacer a Asís. Le respondió que había ido a ganar la Indulgencia de la Madonna de los Ángeles, para impetrar del Señor la remisión de sus Pecados, según la concesión de los Sumos Pontífices. –“Esta es la razón de mi venida”. El Santo le replicó que era muy difícil ganar la Indulgencia. -“Hacen falta muchas condiciones”. Se lo explicó todo muy bien; y fue tanta la alegría de nuestro Padre, que lo consiguió todo, y volvió a Roma con propósito de volver de nuevo al año siguiente, con el mismo hábito. Esta aparición no quiso nunca contársela abiertamente a nadie. Después, parecía mil años, hasta que llegara agosto, para ganar de nuevo la Indulgencia.
52.-Al año siguiente pidió al Cardenal Colonna ocho días de permiso; le dijo que quería hacer algunas devociones. El Cardenal le puso algunas dificultades, como que dejar Roma en el mes de agosto era comprometido, porque al retornar, podría peligrar su vida; pero, no queriendo entristecerlo, le dijo que llevara todo lo necesario, para él y para su servidor, y no se maltratara tanto como había hecho el año anterior.
Le respondió que no tenía necesidad de nada, que quería ir solo, para no causar molestia a nadie, “porque las devociones se hacen compartiendo algo por amor de Dios”.
Se puso en viaje con el mismo hábito del año pasado, y se fue a Asís. Por el camino, cuando encontraba conocidos se alejaba de ellos, para que no lo vieran, ni hablaran de él después en Roma, y llegara a saberlo el Cardenal, que le había dicho que no se mortificara.
Cuando llegó al sepulcro de San Francisco, se puso a hacer oración, y he aquí que apareció de nuevo el Santo, en Compañía de tres bellísimas Doncellas a su derecha.
Ante aquella inesperada visión, el Padre quedó estupefacto, sin saber qué hacer; pero el Santo Patriarca lo llamó, diciéndole con voz clara que quería desposarlo con aquellas tres jóvenes, que lo amaban tanto como él a ellas. –“Ésta, le dijo, es la Señora Pobreza, ésta la Castidad, y ésta la Obediencia”. Lo cogió de la mano, le puso el anillo, y lo desposó con las tres jóvenes, aclarándole que eran los tres Votos esenciales. Y al momento desapareció la visión.
El P. José se quedó muy contento, y agradeció al Santo la gracia que le había hecho; le parecía haber renacido de nuevo. Terminadas sus devociones, se volvió a Roma sin decir nunca nada a nadie. En cuanto llegó al Palacio del Cardenal Colonna, enseguida salió el Príncipe a recibirlo, y los otros hijos espirituales. Le daban la bienvenida, y les parecía mil años el tiempo en que no lo habían visto.
Nadie sabía que había ido a pie con ´aquel hábito´, que había dejado donde había dejado primero los hábitos de Cura, que luego se había puesto, nada más entrar en Roma. Después fue adonde el Cardenal, a quien le parecía que volvía de la viña, pues no estaba cansado; lo veía más alegre que antes.
54.- El Cardenal se alegró mucho cuando vio que había tenido un buen retorno. Le dijo que, cuando iba hacia Asís, lo habían visto, y que él, para no ser conocido los había rehuido; pero se habían dado perfecta cuenta de que era él, con el hábito de la Cofradía de los Estigmas.
El Padre, de forma muy fina, como solía hacer, cambió de conversación, y entonces el Cardenal le dijo que fuera a descansar.
De cuanto le sucedió allí, nunca dijo nada, sólo se descubrió milagrosamente después de su muerte, y fue de la manera siguiente.
Hice muchas investigaciones entre sus confidentes y amigos, para saber si sabían algo importante, ya que me había venido la idea de escribir lo que había sucedido a la muerte de mi querido Padre, que me amaba más que hijo. Un día, hablando con el P. Monte Quinto, persona amiga de la Orden[Notas 1], y con el P. Maestro Laria, ahora Custodio de la Despensa Vaticana, les pregunté si sabían algo importante de nuestro Padre Fundador, porque queríamos hacer el Proceso de su Vida.
55.- Me respondieron que ellos sí podían afirmar que lo habían tenido siempre por gran siervo de Dios, pero, como no habían tratado con él, no sabían nada en particular. Pero que escribiera a Monseñor Fray Buenaventura Claver, Obispo de Potenza, que él lo había conocido durante mucho tiempo, y con él hablaba de las cosas del P. Santiago Bagnacavallo, “porque no hacía nada sin contárselo al P. José, vuestro Fundador. Escriba a este Obispo, narrándole precisamente la muerte y lo que ha hecho, que enseguida le responderá; no puede ser que no sepa algo importante, porque, cuando era fraile nuestro siempre lo recordaba, y lo tenía por un gran siervo de Dios.
Con el primer correo, escribí a Potenza a Monseñor Fray Buenaventura Claver, Obispo. Le di la noticia de la muerte del P. José de la Madre de Dios, nuestro Fundador y General, y le conté lo que había sucedido a su muerte; le dije que, si sabía algo importante de su vida, “me hiciera, por favor una relación, para poder añadirlo a las cosas que estaba recogiendo, para formar el Proceso, no fuera que se perdiera la memoria de ello. “Hágalo de forma clara y completa”.
56.- El Buen Obispo me respondió con toda puntualidad. Me agradeció la noticia que le había dado, y me dijo que no dudaba de que el Señor no había manifestado en la tierra todo lo que había determinado “ab aeterno”, sobre las virtudes concedidas a su Siervo fiel, como era el P. José, a quien él había tenido en tanta estima, desde los años de su juventud, que siempre lo había considerado gran Siervo de Dios; que había hablado muchos años con él, con ocasión de los problemas del P. Bagnacavallo, quien, cuando era General, y pretendía reformar la Orden, como había hecho San Buenaventura, lo consultaba con el P. José; y cuando fue perseguido por algunos que no querían admitir la observancia, se retiró a Venecia, “de donde me escribía lo que debía hacer, para salir honrosamente de aquella persecución, y obtener su deseada finalidad, en beneficio de su Orden-”. Todo lo hablo, me decía el P. Bagnacavallo, con el P. José de la Madres de Dios, fundador de las Escuelas Pías, para que me consuele en medio de estas dificultades; tengo siempre una viva esperanza de que me consuele con su Consejo y sus oraciones”. Y que, siendo Prior del Colegio de San Buenaventura en Roma, el P. Bagnacavallo dedicaba todas las vacaciones la mayor parte del tiempo a conversar con el P. José. “Un día -para mayor consuelo del P. Bagnacavallo- el P. José me dijo que, al hacer oración, siempre se encomendaba a San Francisco, para que le iluminara en lo que pretendía hacer, para mayor gloria de Su Divina Majestad. Que esto lo había experimentado en su propia persona, en un caso que le había sucedido. “Se lo contaré –dijo el Obispo-, con tal de que no lo hable con nadie, porque nunca se lo he contado a nadie vivo, y tampoco quiero que se sepa”.
57.- Le di palabra de no contar lo que me dijera. Empezó a hablar, y contó el caso de las dos apariciones de San Francisco en Asís, cuando fue a ganar la indulgencia a Santa María de los Ángeles, llamada de la Porciúncula, -como yo he escrito arriba-. En esta ocasión es como se supo este suceso, que, de lo contrario, nunca se hubiera sabido, pero Dios no permite que se pierda la memoria de sus cosas. Cuando supe este hecho, le escribí de nuevo que me hiciera el favor de hacerme una certificación auténtica, para que en su momento nos pudiéramos servir de ella, cuando se formaran los Procesos.
58.-Rápidamente me mandó la certificación auténtica, la registré en mi libro, como he hecho con todas las demás escrituras, pero la perdí, no sé cómo; de nuevo escribí a Monseñor que me enviara otras dos, para poderlas presentar en la Congregación de los Sagrados Ritos, y le enviaba una copia de la anterior certificación. Fue puntualísimo; me envió dos, que enseñé al Cardenal d´Elci, de Sena, Ponente de la Causa, que, siendo ya Papa Alejandro VII, y las remitió a la Congregación. Le escribí de nuevo que hiciera una instancia al Papa para la Beatificación, como habían hecho potros muchos Obispos de Italia, todos los del Reino de Polonia, y los del Reino de Sicilia; y no sólo hizo sus instancias -que entregó a su Vicario General, enviándolo a Roma “ad limina Apostolorum”- sino que ordenó las hiciera también el Capítulo de Canónigos y Dignidades, todos los cuales las firmaron.
Y no contento con esto, escribió una carta de propia mano suya al Papa Alejandro VII, en la que le contaba las apariciones de San Francisco en Asís. Le decía también que de ellas había hecho muchas certificaciones auténticas, que había enviado a Roma al P. Juan Carlos [Caputi] de Santa Bárbara. Esta carta cayó en manos del Cardenal Julio Ruspigliosi, Secretario de Estado, quien, elevado al Pontificado, se llamó Clemente IX. Y, yendo yo un día adonde dicho Cardenal a llevarle algunas cartas para la misma Causa, llegadas de la Dieta de Polonia, que a su vez me había enviado el P. Venceslao [Opatowski], Provincial en aquel Reino, me mostró dicha carta, y quiso ver la certificación de Monseñor Claver, Obispo de Potenza, para hacer una Relación al Papa. El Cardenal Ruspigliosi había quedado tan satisfecho después de leerla, que dio gracias a Dios, no sólo por haberlo conocido, sino por haber hablado familiarmente con él, porque, en medio de sus persecuciones, acudía siempre al Cardenal a recibir Consejos, ya que había sido Presidente del Capítulo General del año 1637[Notas 2].
60.- Volví adonde el Cardenal Ruspigliosi, para que me devolviera la certificación, y me dijo que Nuestro Señor había sentido una gran alegría, y le había dicho que todo el Mundo se había movido, haciendo solicitudes para este Padre, y que él le había dicho que lo merecía; pues lo había conocido, y conversado con él en muchas ocasiones, y lo había estimado siempre como una gran Siervo de Dios. Y después, me entregó la certificación. Estas dos certificaciones las dejé dentro de las escrituras de la Causa de Beatificación, que entregué al P. José [Fedele] de la Visitación, General, cuando salí de Roma.
Monseñor Buenaventura Claver, Obispo de Potenza, murió el año 1671, con grandísima opinión de santidad de vida; y fue llorado, no sólo por toda la Ciudad de Potenza, sino también por toda la Diócesis, como hace pocos días me contó una Canónigo de aquella Catedral.
He hecho esta narración en este lugar, para que se sepa el origen de cómo se supieron estas apariciones.
61.- En cuanto a la Cofradía de los Estigmas, para comprobar las cosas con fundamento, di un Memorial al Sr. D. Lelio Ursini, Príncipe de Vicovara, Guardián de dicha Cofradía, para que investigara en los libros antiguos de la fundación, a ver si encontraba el nombre de D. José Calasanz, aragonés; el Sr. Pedro Pablo Bona,
- Secretario de dicha Cofradía, Maestro de Ceremonias del Papa, al que había encomendado que hiciera una instancia al Papa Alejandro VII, en nombre de la Cofradía de los Sagrados Estigmas, para la Beatificación del P. José de la Madre de Dios, Fundador de las Escuelas Pías- encontró que era uno de los primeros cofrades de la Cofradía.
Se hicieron tres Memoriales, sellados y firmados por los Guardianes; el Sr. Pedro Pablo Bona los llevó al Papa, y, firmados por el Cardenal Ruspigliosi, los remitió a la Congregación de Santos Ritos.
62.- Para comprobar más aún la visión de San Francisco, vivida por el P. José en Asís, es necesario decir otra cosa muy prodigiosa, ocurrida antes de la fundación de la Congregación Paulina por el Papa Paulo V, de feliz memoria, que muchas veces cuenta el P. Juan de Jesús María, castellano, llamado por sobrenombre el P. Castilla, que murió siendo General de la Congregación en tiempo de Alejandro VII, el día 16 de febrero de 1659. A este Padre lo quería mucho el P. José, pues lo había recibido en Casa siendo joven, y él lo ayudaba en muchas cosas, particularmente como ecónomo, y, a veces, lo acompañaba cuando iba fuera. En el siglo se llamaba Juan García [del Castillo], nacido en la ciudad de Segovia, en el Reino de Castilla, y por eso lo llamaban P. Castilla; más aún, como fue Prefecto de las Escuelas, y era muy riguroso lo llamaban el P. Castiga, así lo decía él mismo. Por la pobreza grande, durmió dos años en la parte superior de la casa, dentro de la estancia del P. Fundador, por lo que podía saber todas sus cosas. Pero, como era irresoluto en las suyas, hizo juramento en manos de Monseñor Donati, Comisario del Proceso “via ordinaria”; pero tanto se alargaba, que no se examinó.
63.- Cuando se hablaba de las virtudes del venerable Padre, el P. Castilla contaba muchas cosas, siempre que se presentaba la ocasión. Contó muchas veces que, un día, lo llamó el P. José, cuando aún estaban las Escuelas en el Palacio de enfrente a la iglesia de San Pantaleón. Salieron por un callejón estrecho, y se encontraron a una bellísima Joven, toda andrajosa y harapienta, que dejaba ver muchas partes de su cuerpo, por su desnudez; y lloraba. Al llegar el P. José, lo llamó por el nombre, se le acercó, y le dijo toda temblorosa: -“¡P. José, todos me desprecian! Y comenzó a citar muchas Órdenes, donde todos la echaban de sus casas; y que no podía rehabilitarse, para vivir tranquila, bajo alguna persona piadosa. Le pedía si quería recibirla él, que hacía tanta Caridad a los Pobres, como era ella; que no la abandonara, por amor de Dios, que los demás la desechaban, y no la querían en su Compañía.
El P. José se quedó estupefacto, pero más atónito el P. Castilla, porque no estaba tan acostumbrado a tratar con mujeres, sobre todo en las calles públicas, y de aquella forma.
El P. José, intrépido, le hizo la señal de la Cruz, (quizá pensando que era alguna tentación diabólica). Le preguntó quién era y que quería, que la ayudaría en lo que pudiera. Ella le replicó: -“Bien me conoce, siendo Padre de los Pobres, pero finge no conocerme. Soy una despreciada, que quiere recuperarse bajo el amparo de su persona.
De nuevo le contestó que no la entendía; que le dijera quién era, que, si no, no la conocía; que se lo dijera libremente, y la acogería y ayudaría cuanto pudiera.
65.- -“Soy la Pobreza”, le respondió. Y al instante desapareció, y no se la vio más. Cuando el Padre oyó esto, corrió, diciendo: -“¡Bienvenida sea la Pobreza!” No vieron más. Entonces el Padre comenzó a reconvenir al P. Juan García, para que de este hecho no hablara nunca con nadie. De donde se deduce el afecto que el P. José sentía por la Santa Pobreza, que, también en las Constituciones, quiere que sus hijos vivan despojados de todo.
Un día antes de morir, se pudo ve la pobreza grande que siempre tenía, en la que se fundaba su recta intención.
Me dijo a mí que llamara al P. Castilla, el Superior, que quería hablarle. Cuando el P. Castilla llegó, le dijo: -“Coja la llavecita del armarito, mire lo que hay, y llévese todo, como Superior, que no tengo nada mío, ni nunca he querido nada; confieso que todo lo que hay en esta habitación es del Superior”. El P. Castilla le respondió: -“Padre, procure estar tranquilo, que yo conozco muy bien estas cosas, y de aquí nadie tocará nada”.
66.- -“No, respondió, abra y vea lo que hay, que todo es suyo”. Entonces, el P. Castilla, para consolarlo, cogió la llave, y encontró: cuatro cucharas, tres de madera y una de latón, algunas estampas de Santos en Papel Miniatura, que solía dar a los bienhechores, no sé qué pañuelos, y algunas bagatelas, que no valían un céntimo; de lo que todos quedaron admirados. –“Abra, le dijo, la otra credencia, que hay algunas escrituras y cartas; las que sirvan, guárdelas, las demás quémelas”. Todo esto quiso hacer en presencia de estas personas: P. Ángel [Morelli] de Santo Domingo, de Lucca; P. Francisco [Baldi] de la Anunciación, de Perugia; P. Vicente [Berro] de la Concepción, de Savona; y el H. Agapito [Sciviglietto], siciliano, que le servía.
Por todas estas cosas, se ve lo Pobre que era. Habiendo gobernado tantos años la Orden, no tenía más que esto, porque había comprometido su palabra con la Santa Pobreza, aquélla que, como se ha dicho arriba, vino a encontrarse con él, pidiéndole que la ayudara y no la abandonara; y él, no sólo la aceptó, sino que le dijo:
-“Bienvenida seas, Señora Pobreza” Y cuando quiso abrazarla, desapareció.
Era tan querido por todos el P. José, que, a toda obra pía que fundaba en Roma, todos quería que fuera también él. De aquí se deduce que Dios andaba ya disponiendo las cosas, por lo mismo que lo había llamado que fuera a Roma.
67.- Estaba fundada en Roma la Cofradía de los Santos Apóstoles, que tiene por Instituto dar limosnas a los Pobres vergonzosos, y ayudarlos en sus necesidades. En ella asigna un Médico para cada Barrio, y se le da las medicinas con las recetas hechas por los médicos señalados; se ayuda a los prisioneros, se hacen muchas otras obras de Piedad, y se elige a las personas más piadosas, para que ejerciten aquel oficio con caridad; son personas de crédito, donde entran muchos Prelados y Caballeros, y cuyo Protector es el Cardenal Francisco Barberini[Notas 3]; y cada semana se tiene Congregación, para ver si las cosas marchan bien, asistiendo siempre a ella el Prelado asignado, que es el auditor de la Cámara apostólica.
68.- Aquellos Señores Cofrades quisieron que uno de ellos fuera el P. José Calasanz, Auditor y Teólogo del Cardenal Marco Antonio Colonna, pues lo veían un amante de los Pobres. Le señalaron dos Barrios, donde había gran cantidad, de Pobres, más que de otros; fueron los Barrios del Trastevere y de la Regola, porque habían comprobado que, cuando enseñaba la Doctrina Cristiana, siempre cogía a los más Pobres, pobres y desamparados, con los que mantenía muchísima conversación. Aprovechando la ocasión de la visita a los dos Barrios, para dar limosna a los Pobres enfermos y vergonzosos, llamaba a los niños, y les preguntaba si sabían las verdades de la fe; y, si encontraba algunos que no sabían hacer la señal de la Cruz, les enseñaba a hacerla, como podía. Y antes de dar limosna a los necesitados, primero les hacía rezar el Paternoster, el Avemaría y el Credo.
69.-Encontraba a muchos de edad, que no sabían qué era la Santísima Trinidad, y se la iba explicando poco a poco; les enseñaba lo que es el pecado, el conocimiento del Paraíso y del Infierno, y todas las cosas necesarias que debe saber todo Cristiano. Exhortaba a las madres, diciéndoles que estaban obligadas a mandar a los hijos a la Escuela, a aprender, al menos, la Doctrina Cristiana. Ellas le respondían que eran Pobres y no podían pagar a los Maestros. Esto le animó a pedir a los Párrocos de los Barrios que enseñaran la doctrina y las cosas necesarias de la fe a sus Inocentes Ovejitas, porque estaban obligados a darles el alimento de la vida eterna; pero ellos le respondían que no podían atender a tanto.
70.- Comenzó a pensar qué se podía hacer para remediar esta carencia tan grande en una Ciudad como Roma, de la que se debe tomar el ejemplo de fe, porque es Maestra de Verdad. Esta penuria era enorme, pero, a él le pareció fácil poderla remediar. Pensó ir a los Maestros de los Barrios, que recibían la paga del Senado Romano, y les dijo que, al recibir el estipendio público, estaban obligados a enseñar a los Pobres e Ignorantes, al menos las cosas necesarias de la fe; porque “son unos Pobres niños, que no saben hacer la Señal de la Cruz”.
Le respondieron que enseñaban a algunos, pero no podían enseñar a todos. Y ya que andaba pensando en los demás, que los enseñara él, que buen dinero tenía y andaba repartiendo, y se hacía el Importante, para ganarse el aura popular.
Ante esto, el Padre José calló; pensó ir al Colegio Romano, erigido por Gregorio XIII para ayudar a la Juventud, en el cual los Jesuitas reciben aún la ayuda del Senado. Pidió al Prefecto de las Escuelas que intentaran poner remedio a un descrédito tan grande; que había niños Pobres, que no sabían las cosas necesarias de la fe; que les hicieran la caridad de enseñarles, pues tenían aulas capaces, y su Instituto estaba fundado por el Beato Ignacio; que así se acostumbraba a hacer en España.
71.- El Prefecto le respondió que la Compañía de Jesús no admitía en sus Escuelas más que a los que estaban iniciados en la lengua latina, que no podían atender a más. Se fue a los Padres de la Minerva de Santo Domingo, que, además de las ciencias que enseñaban, tenían algunas clases de Gramática. Le dijo al Párroco de la Minerva -que era un gran siervo de Dios, e íntimo Amigo suyo- que pidiera al Prior que, así como hacían la caridad a los alumnos, la hicieran también con los Pobrecitos Inocentes, a fin de que, por su mediación, lograran el Paraíso, ya que “quien lo tiene como Instituto no lo quiere hacer”.
72.- El Párroco le respondió que, en cuanto se refería a su Parroquia, respecto a enseñar las cosas necesarias a los niños, no dejaba de hacerlo, pero hablar de ello con el Prior, no era posible poder hacerlo. Sólo nos queda decir: “Domine, ostende nobis quem elegeris”. Digámos los dos justos tres veces estas palabras: “Domine, Ostende nobis quem elegeris”. El Padre se despidió, y se fue a Casa pensando qué podía hacer para encontrar este remedio, y enseñar a alguna persona que pudiera hacer la Caridad a los Pobres. Andaba rumiando lo que podría hacer.
Por la mañana fue a llamar al Sr. Santiago de Ávila, Caballero de mucha piedad, cofrade de la Cofradía de los Santos Apóstoles y de la Doctrina Cristiana, para ir al Barrio del Trastevere a hacer la visita a los Pobres vergonzosos y a los Enfermos. Por el camino le decía que había hecho muchas gestiones para que los niños Pobres fueran preparados en algunas cosas de la fe, pero no había encontrado a nadie que quisiera abrazar aquella obra tan pía; que él mismo estaba pensando qué podría hacer. Santiago de Ávila aprobó su pensamiento y se fueron al Trastevere a hablar con el Párroco, y que les diera la lista de los Enfermos de la Parroquia de Santa Dorotea.
73.- Mientras el Párroco bajaba, el P. José comenzó a hacer preguntas a los niños, que estaban en la Sacristía; y, viendo que no sabían nada, les enseñaba la Doctrina Cristiana. Después les dijo que quería enseñarles a leer y escribir, que volvería a la mañana siguiente. Cuando llegó el Párroco, le dijo que aquellos niños no sabían nada; que si quería dejarle un local les daría una lección, para que aprendieran las cosas necesarias de la fe. Y, ya que en aquella Parroquia había tantos Pobres cuyas madres no podían pagar a Los Maestros, él mismo haría aquella Caridad; y buscaría a algún otro que le ayudara.
El Párroco le respondió que había una sala, que podía usarla como le pareciera bien; y, si no bastaba aquélla, había otras a su disposición. El Sr. Santiago le dijo entonces que también él le ayudaría, cuando terminara las visitas.
A la mañana siguiente, una vez que el Párroco le dio la lista de los Enfermos, hizo la visita de todo el Barrio del Trastevere; luego se fue a Santa Dorotea con libros, papel, tienta y plumas, y comenzó a enseñar a aquellos niños. Les dijo que llamaran a otros vecinos, que a todos les regalaría un rosario, y les enseñaría cómo debían rezarlo. Con tanta gracia lo hacía, que les parecía hacía mil años que faltaba en Santa Dorotea. Tanto afecto le habían cogido, por enseñarles con tanta Caridad.
Cuando volvió a la mañana siguiente, los alumnos se habían multiplicado, porque también el Párroco los había invitado; y de tal manera, que fue necesario ocupar una sala más grande. En una semana pasaban ya de un Centenar. Iba solamente por la mañana, porque desde Santa Dorotea al Palacio Colonna hay mucha distancia. Llevaba con él a algún amigo, para que le ayudara a enseñar a leer a aquellos niños, a los que siempre daba alguna cosa, premios para que estudiaran con más gusto.
Tanto se iban multiplicando los alumnos, que fue necesario pasar a Roma, como dice el P. Pedro [Mussesti] de la Anunciación en la Vida escrita por él, en el compendio del capítulo once.
75.- Cuanto se ha dicho, todo me lo dijo a mí mismo, muchas veces, el Señor Santiago de Ávila, que casi cada día iba a San Pantaleón a confesarse con el P. Castilla; y, cuando murió el P. Castilla, se confesaba con el P. Pedro de la Anunciación.
El Párroco de la Minerva compuso un libro, que yo mismo he visto; era como un Catecismo para enseñar a los de su Parroquia; en él, entre otras cosas, había una carta, escrita por uno que decía grandes alabanzas de nuestro Instituto, y del Padre Fundador, y que a él le parecía haber visto a ángeles que acompañaban a los alumnos de las Escuelas Pías a sus casas. Este Padre murió en Roma con grandísima Fama de Gran Siervo de Dios. Yo mismo vi muchas veces cómo nuestro Venerable Padre lo alababa, como un gran hombre de espíritu y doctrina. Nunca pude saber cómo su nombre; pues, aunque vi el libro, no lo guardé en la memoria; no sabía que iba a llegar a escribir estas cosas.
Aquí hemos mostrado solamente cómo fue la fundación de las Escuelas Pías. Hasta ahora, no he pretendido hacer otra cosa, sino ver los medios que Dios emplea cuando quiere una cosa.
76.- El 15 de junio de 1647, estando un día con el Padre hablando sobre la oración, me contó, como ejemplo, un caso de grandísima consideración, haciéndome ver que Dios emplea medios oportunos, sin que la persona se dé cuenta, para hacer a hombre espiritual según su Corazón, y sin que él se dé cuenta.
Y es que, cuando estábamos solos, tenía la costumbre de preguntarle algo, para obtener de su misma boca sus cosas antiguas, lo que no era fácil que dijera, para no alabarse a sí mismo, sino elogiar a los demás; pero, como ejemplo, nos contaba algo para que sacáramos fruto.
77. Me dijo que un día, cuando andaba repartiendo limosnas, del dinero de la Cofradía de los Santos Apóstoles entre los Pobres Enfermos, fue al Monte de la Farina, -que así se llamaba, y ahora se llama Oratorio de San Biaggio dell´Anello, detrás de la Iglesia de San Carlos de Catenari- lo llamó una Señora, llamada Catalina, mujer de un tinajero, que es el arte de hacer barriles y arreglar cubas- y le dijo que le hiciera el favor de subir a visitar a una hijita paralítica en toda su persona, que no podía mover ningún miembro de su cuerpo. Subió el Padre, vio a la joven, que tenía de 18 a 20 años, sentada en una sillita; estaba tan flaca, que parecía la efigie de la muerte, y era tan pobre, que, para apoyarse, no tenía más que un cajón y una escalerilla.
Comenzó preguntándole cómo se llamaba, qué le había pasado, y cuánto tiempo hacía que estaba de aquella manera; si comía, y qué comía. La madre le respondió: -“Se llama Victoria, la enfermedad es la gota arterial; hace más de cuatro años que está así, come la poca miseria que tenemos, dada nuestra Pobreza; por eso lo he llamado -pues sé que es el Padre de los Pobres-, para que le haga alguna caridad, y la consuele con su presencia, como hace con los demás Pobrecitos; nuestro mismo Párroco me dijo el otro día que, cuando usted pasara por aquí, lo llamara, que, visitaría a su hijita, y le daría una Caridad.
78.- Preguntó a Victoria cuánto tiempo hacía que no se había confesado ni comulgado, y la madre le respondió que la había llevado a la Parroquia, como había podido, por Pascua, y le había mandado cumplir con el precepto de la Iglesia. Le preguntó si sabía las cosas necesarias de nuestra fe, y si rezaba con frecuencia el Paternoster, el Avemaría y el Credo. Victoria respondió que sabía lo necesario, que cada día rezaba el Rosario de la Santísima Virgen como podía, “y otras oraciones que Dios le inspira”.
Al oír esta respuesta, le dijo el Padre: -“Y tú, ¿qué haces todo el día sentada en esta silla? ¿Cómo haces la oración que Dios te inspira?, porque no te puedes mover, ni tienes comodidad”. La Doncella sonrió, diciendo: -“Mi oración es cada día de la misma, y de distintas formas, vocal y mental. La hago así:.
79.- “Por la mañana, cuando mi Señora Madre me viste, me imagino hacer la señal de la Cruz mentalmente; doy gracias por los beneficios recibidos, digo el Paternoster, el Avemaría, el Credo y el Confiteor; luego me dirijo a mi Ángel de la Guarda, agradeciéndole que durante la noche me ha cuidado bien; me encomiendo a la Santa de mi nombre. Abro los ojos, y, después, pido la bendición de mi Madre, porque quiero irme a recorrer la Siete Iglesias. Me imagino que cojo el Rosario y voy a San Pedro rezando el Rosario de la Virgen; cuando llego a la escalinata de San Pedro, ya he terminado el Rosario; hago un acto de Contrición, y digo el Credo; entro en la Iglesia, tomo agua bendita, voy adonde el Santísimo Sacramento, lo adoro, y digo cinco Padrenuestros, cinco Avemarías, un Padrenuestro y una Avemaría a intención del Papa. Después voy a la Confesión de San Pedro, digo el Credo, y me encomiendo a San Pablo, que me enardece el corazón con su doctrina, para que, cuando me pregunten, sepa responder con la verdad que Dios me envía, y a los dos Príncipes de los Apóstoles le digo nueve Padrenuestros y otras tantas Avemarías; los venero, y beso la tierra nueve veces.
80.- “Después recorro los siete altares, y en cada uno digo tres Padrenuestros y tres Avemarías. Salgo de la Iglesia, tomo agua bendita, y me voy a la Iglesia de San Pablo. Comienzo el Rosario, y voy meditando los Cinco Misterios Gozosos, hasta que llego a la misma Iglesia de San Pablo. Antes de entrar en la Iglesia, hago un Acto de Amor, agradeciendo a Dios que, para redimirme de mis pecados, se hizo Hombre en la Gloriosa Virgen María, agradeciéndole también a ella el Consentimiento que dio, para que se encarnara en su castísimo vientre, por obra del espíritu Santo.
81.- “Entro en la Iglesia, tomo agua bendita, hago oración ante el Santísimo Sacramento, y le doy gracias por haberme dado la fuerza de llegar a aquel Santísimo lugar, y ganar la Indulgencia en remisión de mis pecados. Voy después al altar Mayor, donde hay parte de los Cuerpos de los Príncipes de los Apóstoles; hago un acto de contrición, digo el Credo, nueve Padrenuestros y nueve Avemarías, pidiéndoles que intercedan por mí ante mi Señor; hago la Profesión de fe que ellos nos enseñaron, y recorro los siete altares; luego voy al milagroso Crucifijo de Santa Brígida, y le pido que hable a mi corazón, para que sepa expresar mis pensamientos, al considerar los Dolores de su amarguísima Pasión, me revele lo que reveló a la Santa, y me la dé de maestra, a la que saber imitar, siendo yo también mujer como ella; para que pueda defenderme de las insidias del enemigo, y sepa custodiar mi pureza virginal, tanto del cuerpo como del espíritu. Terminadas estas devociones, me despido de mi amado Crucifijo, para ir a contemplar su amarguísima Pasión, recitar la Corona del Rosario, y llorar por el camino la pasión de mi Redentor interior y exterior.
82.-“Salgo de la Iglesia de San Pablo y voy a la de San Sebastián; hago la señal de la Cruz, invoco al espíritu Santo para que ilumine mi mente, y pueda meditar los padecimientos que sufrió nuestro Redentor, cuando lloró y sudó sangre por mis pecados y de los demás. Considerando aquel llanto, comienzo a llorar la Pasión también yo; y, meditando aquellos Sagrados Misterios dolorosos, voy, poco a poco, pensando cómo mi Señor fue escupido, y me detengo al verlo flagelar en una Columna, por impíos verdugos que le arrancaban las carnes con garfios de hierro; luego lo lloro y suspiro, pensando cuán grande es el amor de mi Señor, al que veo tan llagado, y sin quejarse. De aquí saco motivo para decir que debo tener paciencia en mi enfermedad, enviada por mi Amado Jesús.
83.- “Sigo adelante, y rezo por tercera vez el Rosario; pero siento que mi corazón no llega a llorar lo que quisiera, al imaginarlo y verlo escarnecido y coronado de punzantísimas espinas; y que aquellos crueles esbirros, con nudos y palos, le hunden la Corona de espinas en la Cabeza, hasta traspasarle las sagradas Sienes, llegando hasta los ojos, y me siento llorar amargamente, sin poder cesar de llorar. Me paro de nuevo, y lo veo arrastrado por el camino, hasta morir en la Cruz. Lo miro, y me parece verlo acompañado de una chusma de crueles asesinos. Después, lo imagino con la Cruz a cuestas; y vuelvo a mirarlo, a contemplarlo mejor, y veo a aquellos impíos y crueles, que lo empujan, lo maltratan, y lo tiran por tierra bajo la Cruz; entonces corro a ayudarlo, a unir mis lágrimas a las suyas, para amarlo de verdad, como él me ama, pues quería sufrirlo todo por mi amor.
Por todo esto: -´Llora de nuevo, Victoria, y no ceses de acompañar a tu Señor hasta la muerte, porque muere sólo por ti, para limpiar tus culpas y tus pecados´.
84.- “Sigo camino adelante, y me parece ver a lo lejos algunas Mujeres y a un Joven, que van llorando. Yo, curiosa de saber cuál es su aspecto, veo, de súbito, entre ellas, a la Santísima Virgen, la Madre doliente del Señor, quien, al ver que lo empujan y cae por tierra con la Cruz a cuestas, quiere, como Madre, ayudarlo; y ella se arrodilla también: ´¿Quién no llora, viendo tan fúnebre escena; viendo maltratado al hijo y a la madre?´. Me paro, y me echo a llorar, desconsolada, sin poder seguir adelante; contemplo los Misterios del Santísimo Rosario, y considero el dolor del uno y de la otra; los compadezco, pero me veo derrotada, y desfallezco, sin saber decir otra palabra ni recitar ya el Rosario. Caigo por tierra, por el desvanecimiento, y así me quedo un rato, sin saber dónde estoy, por el dolor intenso que me invade.
´Entonces, ¡oh Bondad Divina! alguien me llama, sin saber quién es, y me dice:
´Cristo también siguió su camino; no temas, siempre estaré contigo; no temas, que triunfarás; sigue rezando el Rosario, y camina en paz´.
85.- “Ante aquella voz, me animo y continúo mi ruta, llorando; llorando por aquellos caminos de amargura, remembranza de las cosas meditadas de mi apasionado Señor. Quiero desviar la mente, pero no puedo, porque debo terminar el último Misterio doloroso, que es la Crucifixión de mi Redentor. En el primer Paternoster, veo que los impíos judíos tienden la Cruz por tierra, y extienden sobre aquel bienaventurado leño al autor de la vida, para crucificarlo con clavos. Ponen la mano izquierda sobre la Cruz, y, con un clavo punzante y un férreo martillo, traspasan la mano de mi Enamorado Señor; pero también el Corazón de la Dolorosa Madre. Ella quería calmar un poco el llanto, pero no podía, por la despiadada conducta de aquellos Esbirros crueles. Yo quería consolar a la afligida Madre, mas no podía recobrar las fuerzas, considerando mi falta de ánimo; y ni me acercaba.
86.- “Un impío y cruel sayón, extiende la mano y agarra a aquel mi querido Jesús; la pone sobre la Cruz, afila otro clavo romo y, alzando el martillo, le clava la otra mano. Miro a la Santísima Madre, junto a aquellas otras Mujeres, que lloran y desmelena los Cabellos. –´¿Y queréis que Victoria no llore?´ –decía yo a quien me animaba a seguir el camino. Me paro de nuevo, a ver el resultado de la contemplación de cosas tan funestas, y veo que aquéllos despiadados y crueles atan con una cuerda los pies de Jesucristo; y lo estiran, para que lleguen los pies hasta el agujero, que habían hecho primero, para clavar los pies; y tanto tiran los despiadados, que le dislocan las coyunturas una de otra. –´Considera, Victoria, cuánto sufre tu Señor, por quién, y para qué lo sufre; pero piensa con más profundidad en el sufrimiento de la Santísima Madre, que tiene un hijo, y ve que lo tratan de esta manera. Caigo de nuevo en tierra; se me hielan las venas, lloro y suspiro, y no sé dónde estoy; pero alguien me anima a seguir mi camino. Avanzo unos pasos, y me encuentro con que levantan la Cruz, con mi Señor clavado; y la dejan caer en el hoyo preparado, y de nuevo le descoyuntan los miembros´.
87.- “Pensando únicamente en este misterio, quedo toda confusa; no oso levantar los párpados, no puedo llorar, me falta el aliento; porque veo a mi Señor que tiene sed y no tiene qué beber, el Creador del mundo pide un poco de agua, y no la encuentra; y veo a la Madre al pie de la Cruz, que no puede darle ayuda ni conforto. ¡Yo, mísera de mí, que cuando algo me falta, enseguida me quejo y llamo a mi Madre, que al punto me atiende! –´¿Quién no llora ante esta escena? ¡Ver a una Madre dolorosa contemplar a su hijo clavado en la Cruz, sin poder ayudarlo con un poco de agua!´ Aquí considero cuán santa es la pobreza de espíritu, y el saberse conformar con la Voluntad Divina en todas las cosas. Me gustaría fuera más larga la Vía di San Sebastiano, para terminar de llorar toda la Pasión de mi apasionado Señor.
“Aquí termino, meditando que le abrieron el costado, de donde salió sangre y agua, y pienso en la impiedad de aquel soldado que hiere a un cuerpo muerto; más aún, a su Madre. -´¿Qué dices, corazón mío? ¿Estás ya cansado de llorar este último misterio doloroso?´ Aquí termino, sí. Entro en San Sebastián, hago mis devociones, me dirijo a San Juan de Letrán, y allí invoco al Espíritu Santo, para que me dé tal virtud, que sepa sacar fruto de los Cinco Misterios Gloriosos”.
88.- El P. José estaba todo absorto, oyendo aquella virtud tan grade de la virtuosa Joven; confuso por haber encontrado en una pobrecita paralítica, en una criatura que no movía más que la boca y la lengua, tal espíritu de oración; tanto, que ya se cansaba de hablar. Él le dijo entonces que se tranquilizara un poco, que luego diría el resto. La madre, que pensaba que el P. José se había aburrido escuchando tanta palabra, le dijo: -“¡Victoria, calla, no hables más!” Ella le respondió: -“Madre mía, ¿no querías que esta mañana comulgara antes de desayunar? Si no termino las Siete Iglesias, no puedo comulgar como hago cada mañana. Pero, si no quieres que siga para terminar las siete iglesias, no lo haré”.
89.- Cuando el P. José oyó que quería comulgar en el recorrido que le faltaba, le dijo: -“Continúe, pues”, -y era que quería ver lo que hacía.
“Me encamino hacia San Juan de Letrán, y por el camino contemplo mentalmente los misterios de la tercera parte del Rosario; entro en la Iglesia, hago un acto de Amor, tomo agua bendita, hago Oración ante el Santísimo Sacramento, y después voy a saludar las Cabezas de los Príncipes de los Apóstoles; digo el Credo y otras devociones particulares mías, recorro los siete altares, doy gracias a Dios por haberme conducido a la Madre de las demás Iglesias, -de donde es Obispo el Vicario de Cristo y Cabeza de la Iglesia-, y hago una confesión, donde creo y afirmo cuanto se contiene en ella; y quisiera ser tan buena, hasta poder convertir a todos los herejes, sus enemigos. Y en el viaje, a punto de terminar, comienzo ya a pedir por las intenciones del Sumo Pontífice Romano.
90.- “Después me dirijo a la Santa Cruz de Jerusalén. Al llegar a aquel Santuario, hago mi acto de contrición, tomo agua bendita, hago oración ante el Santísimo, adoro la Santa Cruz, y después me pongo a contemplar aquellas bellas pinturas, que parecen la Ciudad de Jerusalén al vivo; lloro un poco, considero la humildad de Cristo, y luego me voy a venerar los Santos Lugares de los Mártires, deseando, también yo, padecer como padecieron ellos, por amor a Jesucristo. Hago un acto de fe y de esperanza, para que la inmensa Caridad de mi Señor me confirme siempre en mis anhelos de no ofenderlo nunca más, sino servirlo y amarlo, -como estoy obligada- y luego me dirijo a San Lorenzo Fuera de las Murallas. Por el camino digo la Corona del Señor, y voy meditando en el Paraíso, donde las benditas almas gozan; entro en San Lorenzo y San Esteban, y les pido me afiancen en la fe, pues también yo quisiera morir, como ellos, por la fe.
91.- “Luego voy a Santa María la Mayor; me preparo a la Confesión y Comunión, considero a quién recibo, cuánto vale, y qué contiene aquel Divinísimo Sacramento, y me viene el deseo de contemplarlo, como lo contemplaba la Santísima Virgen y los Apóstoles.
“Una vez que llego a Santa María la Mayor, hago mi acto de Contrición, tomo agua bendita, hago oración ante el Santísimo Sacramento, después ante la Madonna, y voy al Confesionario; me confieso, y luego me acerco a la Balaustrada, donde hay muchas señoras, y comulgo, como ellas; doy gracias, abro los ojos, y busco algo que comer en ´Madonna Madre´. Es en esto en lo que ocupo mi mente, toda la mañana.
“Al día siguiente van algunas niñas, les enseño el Pater, el Avemaría, la Salve Regina, el Credo, el Confiteor, y toda la Doctrina Cristiana. Les enseñaría todo el Mundo, todo lo que a mí me han enseñado, pues enseñar las cosas de la fe a los ignorantes tiene un gran mérito ante Dios, para lograr la vida eterna por amor de Dios.
92.- “Terminado este ejercicio, me pongo a contemplar los cuatro Novísimos, en los que me parece ver la Muerte, horrible pero piadosa, el Juicio del Juez Supremo, la pena de daño, y las penas del infierno de los Pobres condenados, que no sólo se aborrecen a sí mismos, sino a todas las criaturas del mundo; y, finalmente, la gloria del Paraíso, donde los bienaventurados gozan con la Santísima Trinidad, la Santísima Virgen, y todos nueve Coros de los Ángeles. En esto ocupo, mentalmente, todo el día”.
El Padre José quedó admirado de haber escuchado aquel discurso, tan largo, con tanto provecho para su alma; tanto, que siempre lo andaba meditando, decidiéndose cada día más por la oración, gracias las motivaciones que le había dado Victoria.
93.- Le dio una buena limosna, y le dijo que se verían con frecuencia, que no la abandonaría. Y con esto se despidió, pero le añadió que, una vez a la semana, iría a visitarla, y siempre le llevaría algo; y que pidiera al Señor por él, para que lo iluminara y le mostrara el camino de lo que él quisiera.
El P. José quedó adoctrinado de muchas cosas. Cuando tenía un poco de tiempo, iba a visitarla, y siempre le preguntaba algo, a lo que ella le respondía cosas altísimas sobre la Trinidad y los Ángeles; y le explicaba muchas cosas de la Sagrada Escritura, todas aprendidas en la meditación que hacía.
Un día, Victoria pidió al P. José que le hiciera la gracia de llevarle un cilicio, para hacer penitencia por sus pecados; que le hiciera este favor, que no se olvidara.
Le respondió el Padre: -“¿Qué quiere hacer con el Cilicio, si no tiene más que la piel y los huesos? Siga así, como ha comenzado, que esto basta. ¿Acaso lo quiere para pedir al Señor le dé la santidad, y forzarlo con esto”
94.- -“No, le respondió; al contrario, le pido que me mande otros sufrimientos mayores de los que mi Amado Señor me ha enviado; lo quiero para pedir por los Pecadores y por los infieles, para que se conviertan a él y conozcan el pecado, las penas del infierno, y la gloria del Paraíso. El Padre le prometió llevarle una fajita de pelo de caballo, que solía llevar él; y a la mañana siguiente, cuando fuera a Santa Dorotea, se la llevaría. Le dejó la limosna, y se fue a dar su clase. A la mañana siguiente le llevó la fajita, y le dijo: -“Victoria, póngala debajo de la almohada, para que no la vea nadie, y después, por la noche, dígaselo a su Madre”. El P. José puso la Fajita debajo de la almohada de la cama -porque la Joven estaba sola, y no quería que nadie lo supiera-. Al partir el P. José, le dijo que continuara rezando por ella, para que supiera hacer la voluntad de Dios, y aprendiera a conocerlo, “como lo conoce usted”.
95.- Por la noche, cuando la madre desvistió a la hija Victoria para meterla en la cama, vio el pequeño envoltorio negro debajo de la almohada; y, como no sabía lo que era, le preguntó a la hija que quién lo había puesto allí. Le respondió que era una joya, que se la había traído el P. José, y le había pedido que se la ciñera en el cuerpo, que de ella esperaba mucha ayuda. Sacó la madre la fajita, vio aquello, tan basto, y comenzó a gritar, diciéndole: -“Me extraña que el P. José te traiga estas cosas; y tú estás loca cogiéndolas. Quiero devolvérsela mañana cuando pase. Me maravillo de ti. No quiero ponértela de ninguna manera”.
Tanto suplicó Victoria a su madre, que, para no entristecerla, al final se la puso, sin más pensar.
A los quince días volvió el P. José, vio a Victoria puesta en carne, más gordita y hermosa, que le parecía un ángel del Paraíso, y, maravillado, preguntó a la madre qué novedad era aquélla, que la Joven parecía otra, pues antes no tenía más que la piel y los huesos.
96.- Le dijo la madre que lo que él le había traído lo había recibido a la fuerza, pero desde que se la ciñó, había engordado y le había vuelto el color. –“Nunca ha querido que se la quite”.
Quedó admirado el Padre, y le dijo: -“¡Cómo! ¿La tiene puesta? ¡Oh, Jesús! ¿No ha terminado de deteriorarla? Ésta no se debe poner más de una hora, el miércoles y el viernes, en honor de la Pasión de Jesucristo. Quítesela rápido, para que no se clave en la carne, le cause alguna llaga incurable, y yo quede con un escrúpulo, por habérsela traído”.
Entonces Victoria respondió: -“A mí no me hace daño, me parece una cadena de oro que me ciñe el cuerpo; y, aunque no me puedo mover, me siento vigorizada en la vida, mucho más que antes. Quiero tenerla siempre, porque sus pinchos me parecen otras tantas Rosas y flores que me recrean”.
-“No, dijo el Padre José, cumpla la obediencia; quítesela, y póngasela dos veces a la semana, sólo una hora; si no, no vuelvo por aquí”.
97.- La Joven aceptó que se la quitara su madre, pero con el compromiso de ponérsela dos veces a la semana.
En compañía de las dos Mujeres había otras dos Señoras, vecinas, que estaban hilando; le pidieron al P. José que les hiciera la caridad de traerles una de aquellas fajitas para cada una, que también ellas las querían para hacer penitencia, como la hacía Victoria.
Les respondió que hacer penitencia como Victoria no les convenía a ellas; que pronto les traería Disciplinas, que mortificaban la carne con más suavidad. Y al cabo de cuatro días les llevó las disciplinas, enseñándoles cómo debían hacer, pero que se dieran pocos golpes y distanciados; “briosos, para que las puncen y sientan el dolor. Y de vez en cuando iba a contarles algún ejemplo de cómo se deben llevar, para salvar sus almas.
98.- Había en Roma un hombre llamado Messer Santiago, hortelano, que tenía una ida tal de la vida del espíritu, que el Pontífice y los Cardenales lo estimaban muchísimo; y no sólo era estimado en Roma, sino por todos los Príncipes de Italia. Todos, cuando tenían un hijo, querían que fuera Messer Santiago, el hortelano, a tenerlo en sus manos en la fuente Bautismal, como quiso el Gran Duque de Toscana, que pidió al Papa Clemente VIII le hiciera el favor de enviarle a Messer Santiago, el hortelano, pues le había nacido un hijo y quería que él, hombre de tanta Oración, lo tuviera en el Bautismo. Mandó aposta desde Florencia a un Caballero con una litera y dinero, para que lo condujera allá. El Papa ordenó llamar a Messer Santiago, y le dijo que se preparara para ir a Florencia, que el Gran Duque se lo había pedido, para que tuviera en al Bautismo al Principito, nacido hacía pocos días; que tuviera paciencia, y fuera, que la litera ya estaba preparada, llegada aposta con quien tenía que conducirla.
El hortelano le respondió: -“Beatísimo Padre, yo no puedo dejar my huerto ni los operarios que tengo para vivir honradamente; y, además, “¿quién soy yo, para hacer de Compadre del Gran Duque? Me habla de litera, y tampoco sé ir a caballo; a lo más, iría poco a poco a pie; pero haré lo que me mande”.
99.- El Papa le replicó que no importaba; que, por un poco de tiempo, era suficiente su mujer, quien, con los operarios, podrían cuidarlo. Que, a toda costa fuera en litera con el que había venido, porque en ello iba su reputación y la del Gran Duque. –“Tenga paciencia, y cumpla la orden; no piense en otra cosa, “yo le doy la bendición, para que salude al Gran Duque, y pida a Dios por mí”. Le deseaba un buen viaje y mejor retorno, y que procurara estar bajo la obediencia de quien lo conducía.
-“Sí –contestó Messer Santiago- pero quiero el dinero que tenga que gastar para mí durante el día, lo quiero cada mañana, para hacer lo que me guste”. El Papa le respondió que fuera, que tendría lo que pedía, “pero no haga de las suyas, que cuando vuelva no tenga un céntimo, por haberlo dado todo”.
Con su sencillez, Santiago le respondió que no llevaba un julio; a lo más, un Bayoco[Notas 4].
100.- Quedaron de acuerdo en que fuera adonde el Embajador de Venecia, para ver cuándo quería que partiera, y hacer lo que él quisiera, de forma que las cosas salieran bien. Besó el pie del Papa, y al momento marchó a hablar con el Embajador, quien, cuando lo vio, le dijo: -“Bienvenido, Messer Santiago, ¿cuándo le parece bien ir a Florencia? Porque he dado orden de que le hagan un vestido, para que pueda ir con mayor distinción del Gran Duque. Y vea qué más necesidades tiene, que le daré provisiones para toda su Casa, y no tenga carencias, como es mi deber”.
Le respondió que él era hortelano, y no tenía necesidad de otro vestido, ni de ninguna otra cosa para arreglar su casa; que tenía su erario, que le proveía de lo suficiente para sus necesidades; que nada le faltaba; que sólo quería lo suficiente para su jornada, tal como había pactado con el Papa; que lo quería para la mañana antes de emprender el viaje; y no quería más.
Notas
- ↑ En una nota al margen del folio se lee: “Estudiante con el P. Bagnacavallo y del P. Larino”.
- ↑ Una nota al margen del folio dice: “Hecho por el Papa Urbano VIII”.
- ↑ Una nota al margen del folio dice: “Éste ha hecho aumentar la botica, y provee de cuanto es necesario”.
- ↑ Monedas de aquel tiempo, de mínimo valor.