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151.- Los Guardianes de la Archicofradía eran D. Mario Chiggi, hermano del Papa Alejandro VII, D. Agustín Chiggi, Nepote, el Marqués Marcelo Santa Croce, Padre del Cardenal Primicerio, Monseñor Mari, Clérigo de Cámara, el Secretario D. Ursino de Rosis, y otros Oficiales que representaban a la Cofradía, para sacar la conclusión de si se debían hacer observaciones al Papa en nombre de toda la Cofradía. Y se concluyó que sí, como se hizo, por lo que el Papa se sintió muy contento, viendo la piedad de estos Señores. Más aún, el Marqués Santa Croce quiso acudir él mismo al Papa, y le habló, tanto en nombre propio como de toda la Archicofradía, que les hiciera a ellos este honor, y le suplicaban diera la orden de hacerlo
152.- El Papa les respondió que los remitiría todos los Memoriales a la Congregación de Ritos para que decidiera ella, como sí hizo; pero luego enfermó y no se pudo hacer más; tomó el asunto en sus manos Monseñor Pedro Francisco de Rossi, Promotor de la fe, quien dio orden al Señor Claudio Berullano, su Auditor, para que creara una Comisión, que llevara la causa a la Cámara, y la firmara el Papa fuera de Congregación, como había hecho muchas veces el Papa Urbano VIII, quien les ponía muchos ejemplos, para ver que se podía hacer en esta materia.
Llevé la Comisión al Cardenal Ginetti, quien me dijo que era más que cierto que el Papa Urbano VIII los firmaría en Cámara, pero que a Monseñor Casali, Secretario, a quien correspondía llevarla al Papa, dado que él tenía que firmar después de la firma del Papa; que se la llevara a él, y le pidiera su parecer, porque primero debía presentarla él, a fin de que las cosas marcharan por su debido orden, dado que en estas cosas la Congregación es muy celosa; y como, con el tiempo se verían las propuestas de la Causa, si ésta no quedaba Registrada, causaría más perjuicio que utilidad.
Fui adonde Monseñor Casali, Secretario de la Congregación de Ritos, le llevé la Comisión de parte de Monseñor de Rossi, Promotor de la fe, el cual me respondió que no era el momento de hacer esta gestión, porque el Papa estaba mal y no daba Audiencia a nadie; que ere mejor llevarla a la Congregación plenaria, que ya había visto las escrituras, que consiguiera la respuesta del Promotor de la fe, y, mientras tanto, se vería el resultado de la enfermedad o muerte del Papa, que murió a los pocos días, y no se pudo ya hacer otra cosa, sino esperar hacerlo en el nuevo Pontificado del Papa Clemente IX, como se dirá luego, si Dios quiere.
153.- Existe en Roma la Cofradía del Sufragio, fundada por San Buenaventura, en la calle Giulia. También a ésta quiso inscribirse el P. José, dada su devoción. Esta Cofradía goza de muchos privilegios de muchos Sumos Pontífices, y tiene por Instituto hacer sufragios por los difuntos, y va con frecuencia a las Siete Iglesias. Están inscritos en ella muchos Cardenales, Prelados y Caballeros, que hacen muchas obras de piedad; van a visitar las cárceles; ayudan a bien morir a los pobrecitos, y luego hacen los sufragios por sus almas. Con esto se ve más claramente que el Padre no se ocupaba más que en cosas pías y espirituales. Sabemos de su propia boca que él había pertenecido a esta Cofradía, pero no se había hecho ninguna gestión para comprobarlo por escrito, pues parecía superfluo, dado que había estado inscrito en tantas otras Cofradías principales, como la de los Estigmas, la de los santos apóstoles, la de la Santísima Trinidad de los Peregrinos, como ya se ha dicho.
154.- Visitar a los encarcelados lo hacía casi cada semana, y los ayudaba lo que podía, sobre todo en tiempo de Pascua y la Navidad, cuando la Nación Española tiene por Instituto pagar las deudas de los que se encuentran en encarcelados por veinticinco escudos en adelante; tales deudas las pagan los Proveedores de la Iglesia de Santiago de los Españoles, con los que él trataba siempre, para que los deudores fueran excarcelados. Esto duró casi todo el tiempo que vivió, porque desde el año 1647 consiguió liberar dos veces a un tal Mateo, boticario manual napolitano, que estaba en prisión por el alquiler de la casa; en ambas ocasiones le ayudó a pagar las deudas a la Nación Española. Esto lo sé, porque los Proveedores me mandaban a él a que yo se lo encomendara, y aquéllos pagaban enseguida lo que tenían que dar, si no pasaba de veinticinco escudos.
155.- Sobre sus obras pías de Misericordia se podrían escribir volúmenes; pero quiero recordar sólo un caso sucedido a la Condesa Manzoli, que es de grandísima consideración en muchos aspectos. En el comienzo del Pontificado del Papa Urbano VIII había un Prelado, Clérigo de Cámara, que renunció a su oficio, dejó la prelatura y se vistió de hábito secular; vivía junto a su Conde Par[Notas 1].Ocurrió que hicieron una Pasquinata[Notas 2] contra los Sres. Barberini, que reinaban entonces. Un espía se enteró de que el autor tenía en un libro esta Pasquinata. Se le hizo un registro y, en efecto, encontraron el cuerpo del delito, escrito no de su mano, sino de la de un Camarero suyo. El autor fue encarcelado, y ejecutado en el Capitolio, confiscándole todos los bienes, como se suele hacer en Roma en estos casos.
156.- Este Conde Malatesta Manzoli tenía una Cuñada, viuda con tres hijas de su marido, y un hijo que tenía unos diez años. Esta pobre Señora quedó despojada de todo lo que tenía, porque la Cámara le había quitado todo, tanto de la casa, como su dote, de tal manera que no podía vivir, ni tenía pan para comer. Se encontraba desesperada, con cuatro hijos, y sin ayuda ni apoyo, pues, por estar en desgracia de los Patronos, todos la habían abandonado. No le faltaron tentaciones de vender la pureza de sus hijas a personas importantes que le ofrecían cantidad de dinero; y por la necesidad grande que tenía, casi había prometido consentir a los deseos de los que le habían hecho el ofrecimiento.
La Providencia Divina la libró completamente de la tentación, y el demonio, que había tramado la trampa, quedó burlado.
La Señora se confesaba con el Venerable P. Pedro de la Natividad de la Virgen, llamado en el siglo Pedro Casani, de Lucca. Antes de cometer tan grave pecado, quiso consultar con el Confesor lo que debía hacer, porque ya había dado la palabra de cometer tan grave y enorme pecado. Una mañana, a primísima hora, fue con las tres hijas a San Pantaleón. Preguntó por el P. Pedro. Le contó lo que le pasaba, y lo que había pensado hacer; que, por eso, había ido aposta a consultar con él, para no morirse de hambre, pues la última noche ya no habían tenido pan.
Al oír el caso, el P. Pedro dijo inmediatamente: -“Dios no lo quiera, Señora; no cometa tan grave pecado. No dude que Dios la ayudará. Y comenzó a pensar qué se podía hacer para ayudarla.
Llamó al Sacristán, y le dijo que llamara al P. General; que bajara a la iglesia porque lo esperaban. Mientras tanto dijo a la Condesa que tuviera confianza, y se lo dijera todo al P. José, General, que él encontraría el remedio oportuno para todo; que le contara todo libremente.
Cuando el P. José bajó a la Sacristía, la Condesa se arrodilló delante de él, y le pidió que escuchara, que quería contarle un problema, igual que al P. Pedro. Retirándose los tres a parte, la Condesa, llorando, les dijo lo que pasaba, y que Dios la había inspirado, antes de cometer aquella grave falta, ir a hablar con el P. Pedro, su Confesor.
El P. José le respondió que estuviera atenta, y no se dejara vencer por el demonio, sino se encomendara a la Providencia Divina, que le proveería de todo lo necesario; que esperara un poco mientras subía a su habitación, y, si veía que había algo, se lo daría con gusto, para que no obligara a caer a aquellas pobres Jóvenes inocentes en manos del demonio.
158.- La dejó con el P. Pedro, subió de nuevo, y bajó enseguida. Le dio un doblón de España, y le dijo que recibiera aquello, “por ahora”; que estuviera contenta, que le proveería de lo que necesitara, a ella y a sus las hijas; que nunca la abandonaría, pero que fueran cautas y no se dejaran engañar por el demonio infernal.
Le preguntó si las hijas sabían algo de todo aquello. Le respondió la Condesa que no les había dicho nada, pero que las veía morir de hambre, y por eso había dado la palabra “para la noche”. –“Pero, mientras tengamos la Providencia Divina, no será cierto, nunca, que yo cometa esta falta; y juro ante Dios morir antes que ofenderlo en estas materias”; le dijo también que le causaba gran dolor no poder educar al hijo de diez años que tenía, ni prepararlo en las virtudes, para que pudiera ayudarla cuando fuera mayor, pues no tenía a nadie a favor suyo, sino la esperanza Divina.
El Padre le respondió: -“Mándeme aquí al hijo, y déjeme hacer, que le daré lo que necesite. Le enseñaré yo mismo, y por la tarde mandaré acompañarlo hasta su casa; no se preocupe más. Después veremos lo que se puede hacer para recuperar su dote, y cuanto le han quitado; por ahora le enviaré pan, y vino para que puedan beber. Siento no tener más, pero tenga fe, que Dios no le fallará con su Providencia.
159.- Cuando terminaron la conversación, el Padre dijo a la Condesa que llamara a las hijas, que quería aconsejarles la obediencia y la modestia virginal.
La Condesa llamó a las hijas, y, ordenándoles que se arrodillaran delante del Padre, les dijo que le pidieran la bendición.
El Padre comenzó a exhortarles amablemente a la obediencia a la madre, a la paciencia en los sufrimientos, a la modestia virginal, y al retiro; que nunca estuvieran ociosas, porque el ocio es el mayor enemigo del género humano; que no permitieran a nadie entrar en su casa; “y si, por casualidad veis a alguna Señora que quiere hablar con vosotras de cualquier materia, no la escuchéis, que yo os ayudaré, y os enviaré a un Maestro que os enseñe a leer, escribir, cantar, y tocar instrumentos”.
Les pedía más aún; que hicieran oración, cogiendo como su Abogada a la Santísima Virgen; que él tampoco dejaría de ayudarlas; que tomaran los buenos ejemplos que les proporcionaría del Libro de las Vírgenes; y que hicieran oración por él, “para que el Señor me asista y me proporcione la forma de poderles ayudar”.
160.- Ante estas palabras, la Condesa lloraba, con ternura de corazón, ante sus hijas. Le parecía haber encontrado al propio Padre, pues tanto les contaba, para que pudieran vivir honradamente.
El Padre les exhortó a la frecuencia de los Sacramentos; que hicieran una Confesión General con el P. Pedro, su Confesor, y siguieran sus consejos en las cosas espirituales, que de las materiales ya se encargaría ella; y que fueran con frecuencia a la iglesia. Quería saber lo que necesitaban y en qué ocupaban la jornada; que nunca dejaran de trabajar, para tener ayuda; que junto con el trabajo podían hacer oración, y poco a poco Dios les abriría el camino, y les proveería en sus necesidades; “porque, si se cuida de los Animales de la tierra, se cuidará también de ellas”. Pero era necesario corresponderle, amándolo y sirviéndolo, como estaban obligadas a un Bienhechor tan grande.
Las doncellas le escuchaban modestas, con los ojos humildes, llorosos, y sin formular palabra; y no se atrevieron en todo el tiempo a mirarlo a la cara.
161.- Finalmente, la Condesa dijo: -“Padre General, me ha dado un gran consuelo; de desesperada, vuelvo a casa completamente alegre y satisfecha. ¿Cuándo podré yo, y estas hijas, agradecerle tanta caridad como ha tenido con nosotras, sin ningún mérito nuestro? Pero el mejor premio se lo dará Dios Bendito, por haber tenido tanta misericordia con una viuda y cuatro huérfanos, que no tienen otra ayuda ni otra esperanza que su protección. Le recomiendo a Francisco, mi hijo, que es lo que más me importa, para que emprenda el buen camino y no se desvíe, como ya ha comenzado, pues no lo puedo controlar en Casa; en cambio, estas hijas están siempre conmigo y me obedecen”.
La Condesa se dirigió a las hijas, y les dijo: -“Hijas mías, no tenéis Padre ni nadie para vosotras; éste es vuestro Padre, vuestro liberador, y mi guía. Tenedlo en cuanta; cuando venga aquella vieja, decidle que vuestra Señora Madre no está en Casa; no debéis abrir a nadie. Decidle que no vuelva más aquí, que la Señora no quiere; porque no quiero que vuelva a entrar en nuestra casa. Y esto mismo ordenará a los demás de Casa”.
Después, la Condesa se despidió, porque se hacía tarde y tenía que ir hasta la zona baja del Capitolio, donde tenía la Casa.
162.- El Padre las bendijo, diciéndole que enviara a Francisco, su hijo, cuando pudiera, y, después, le dejara a él hacer el resto. Finalmente, ordenó a un caballero inglés, llamado Tomás Cocchetti, que la acompañara, diciéndole que tuviera la amabilidad de acompañar a aquellas Señoras a Casa; y, a la vuelta, trajera con él a un jovencito, hijo suyo. Luego diremos quién era aquel inglés, y por qué razón había venido a Roma.
Fue el Sr. Tomás con la Señora Condesa Bentivoglio Manzoli, y luego volvió donde el Padre con Francisco, su hijo, que la Condesa le había recomendado, para que hiciera el favor de dejarlo con el P. General, que lo quería ver, y que aquella mañana estuviera con él en la comida; que se fuera tranquilo, que él mismo lo acompañaría a su Casa por la tarde.
163.- Cuando Francisco llegó donde el Padre, le besó la mano, y enseguida ordenó que le dieran un bocadillo, y comenzó a examinarlo, a ver qué sabía. Le regaló unas sandalias, y él mismo comenzó a enseñarle. Se lo encomendó luego al H. Juan Bautista [Morandi] de San Bartolomé, para que lo tuviera en su clase; le dijo lo colocara al lado de Bernardino, Urbano y [ininteligible] Biscia, hijos del Sr. Francisco Biscia, y sobrinos del Cardenal, su hermano; que cuidara a aquel niño, como había cuidado a Pedro Cesio, hijo del Duque Cesio; que los pusiera junto en el comedor, que cada mañana les diera el bocadillo, y por la tarde la merienda; que no permitiera que les faltara nada de lo que tuvieran necesidad; y que él, a su tiempo, los llamaría para explicarles la lección.
El H. Juan Bautista lo cumplió todo exactamente, y tenía a aquellos niños como la pupila de sus mismos ojos.
El Padre dio orden al Refitolero que enviara diez panecillos y dos botellines de vino cada mañana a la Condesa Bentivoglio, hasta que recibiera orden en contrario, todo lo cual se cumplió.
Después, llamó al Clérigo Donato de San Donato, napolitano, músico, y le ordenó que, cuando fuera a acompañar a los niños de la fila del Capitolio, acercara a su Casa a aquel niño; que, con grandísima modestia, explicara la lección de leer y escribir a las hermanas; y, cuando estuvieran preparadas, les diera también lección de música y canto; pero que en todo momento estuviera siempre presente el Compañero y la Madre. El Padre hizo aquella Caridad, porque era un gran Siervo de Dios.
164.- Donato lo cumplió todo puntualmente con su increíble modestia, y continuó más años con grandísimo provecho, proveyéndoles de libros, papel, tinta y plumas; y al explicarles la lección, les contaba algún ejemplo espiritual, como le iba sugiriendo el Padre.
Viendo la Condesa la carga que se imponía cada mañana el que le llevaba el pan, pues le resultaba muy incómodo, le dijo que no se lo llevara, ni el vino; que dijera al Padre que, a la mañana siguiente, muy pronto, iría ella a San Pantaleón a decirle, que no se fatigara tanto, que no le parecía justo ir cada mañana a llevarle el pan; que tenía mucha caridad con su hijo, pues lo había vestido todo de nuevo; que, hasta la mañana, le parecían mil años, para ir adonde el P. General, y que en casa se portaba muy bien, y nunca decía una mala palabra a las hermanas, como hacía antes.
165.- Por la mañana muy temprano fue la Condesa a San Pantaleón, acompañada de un sirviente. Encontró al Padre en la Iglesia haciendo oración; pero, al verla, enseguida, comenzaron a hablar. Le dio las gracias por tantos beneficios que le hacía; que le parecía un trabajo demasiado incómodo para que le enviaba cada mañana el pan; pensaba que sería mejor, quizá, que algún panadero le asignara la harina correspondiente, y ella haría el pan en Casa en menos tiempo; que enviaría a la sirvienta o al sirviente a recogerla, la cocería para hacer el pan, haría buñuelos, o prepararía alguna otra cosa; así no lo molestaría molestia, ni él tendría tanto gasto. El Padre le respondió que le agradecía su modestia; que daría orden, al panadero que está delante de la Iglesia de la Magdalena, que le entregara una cantidad de harina a la semana; y, en cuanto buscarle trabajo, hablaría con la Señora Violante Raimondi, que le diera trabajo, para que no perdieran tiempo las hijas.
Quiso el Padre saber cómo se portaban éstas, y si Francisco era obediente, si hacía la oración, si se portaba bien con las hermanas, que era lo que más importaba; si había tenido más tentaciones de parte de aquella persona; y que rechazara las ocasiones del mal, que Dios la cuidaría mejor de lo que pensaba.
166.- Ella le dijo que el hijo había dado tal cambio, que no parecía el mismo; era obediente, por la noche hacía la oración, y enseñaba a sus hermanas todo lo que él hacía; se llevaban bien, y, por la mañana, no había día en que no dijera que quería ir donde el P. General. En cuanto a las tentaciones, gracias a Dios, la cosa no había continuado; que un día fue aquella vieja, y las hijas, no sólo no quisieron dejarla entrar, sino le dijeron que, si volvía, la apalearían: -“Así que no se ha vuelto a ver, ni se verá más”.
No se puede uno imaginar la gran alegría que sintió el Padre de tan buen resultado. Le dio la orden al panadero de que enviara la harina una vez a la semana delante de la Iglesia de la Magdalena, entre la Rotonda y Plaza Capranica y Campo Marzio, y él le daría la harina; y que tuvieran paciencia, que no les faltará trabajo; que estuvieran alegres, y oraran por los bienhechores, porque lo que les había dado, y continuaba dándoles, eran todas limosnas entregadas por manos muy generosas; que bajo aquella providencia vivía su Orden; que se lo agradeciera a Dios, y no a él, que no era más que un simple Instrumento para dispensar los que era de la Divina Providencia.
167.- La Condesa comenzó a recibir la harina del panadero. Durante dos semanas se la dio buena, pero, a la tercera, comenzó a darle salvado, que es como llaman en Roma a la harina sin cerner. La condesa, por modestia, no hablaba; pero, un día el sirviente, hablando con el Padre, éste le preguntó si la harina que daba el panadero a la Señora, la pagaba. Le dijo que la pagaba muy bien. Pero le replicó que el panadero ya no daba harina, sino salvado; y no era justo que lo pagara al mismo precio. Entonces el Padre se fue al panadero y le ordenó de nuevo que le diera la mejor harina que cernía, de lo contrario se serviría de otro panadero; y así volvió a darle harina como antes.
168.- El Padre habló con la Señora Violante Raimondi Riano, de Savona, Señora muy rica, y penitente del P. Pedro [Casani], de que había algunas Señoras que se habían arruinado, que eran pobrísimas, pero virtuosas; si pudiera darles algún trabajo, haría una gran caridad; que sabían coser; hacían buñuelos, y recamaban; que, si pudiera ayudarlas y haría una gran obra pía.
Esta Señora era muy piadosa y de gran espíritu; quiso saber quiénes eran, y con mucho gusto les envió algunos trabajos, y les daba alguna ayuda; pero no por eso el Padre dejó de darles la harina; más aún, de vez en cuando, mandaba enviarles la pitanza de carne.
Un día el Padre mandó decir a la Condesa que procurara ir a San Pantaleón, y le llevara las escrituras que tenía de la dote, que quería hablar con ella de cosas importantes; que fuera por la mañana muy temprano.
Fue la Condesa, llevó algunas escrituras, pero no las suficientes para lo que él quería, porque no estaba el inventario de sus cosas, las que le había confiscado la Cámara. A pesar de ello, le dijo que todas hicieran oración, porque quería hablar con el Cardenal Francisco Barberini, y ver si podía hacer algo para recuperar su dote, aunque era cosa muy difícil. –“Con todo, siendo persona tan piadosa, que hace muchas limosnas, lo quiero intentar de alguna manera; quizá Dios le inspirara para hacerlo”.
169.- La Condesa le respondió que también ella había intentado hablar con él, pero lo había encontrado, no sólo desinteresado, sino airado; que le había respondido que era imposible, a causa de la Pasquinata. “Defienden aún –decía- que la hizo el Conde Bentivoglio Manzoli, mi cuñado, lo que es del todo falso, y estoy segura de que él no sabía nada de ello; que el Camarero, para salvarse, le echó la culpa a él, y esta fue la causa de su muerte. Es cosa clara que era inocente, porque Dios mismo lo demostró con milagros; pues, cuando lo condenaban al patíbulo, fueron más los que querían evitar su muerte, en especial el mismo Cardenal Francisco Barberini, que tenía escrúpulo en condenarlo; el mismo Conde no quiso convertir ni aceptar el delito, diciendo siempre que no sabía nada, que había sido su Camarero el que había hecho la Pasquinata, aunque había escrito en su libro que no lo había visto”.
170.- “Por eso el Cardenal había conseguido suspender la justicia hasta que llegara la respuesta del Papa. Mientras tanto vino tempestad del cielo con granizo, agua, rayos, y todos quedaron atónitos. Pero, a pesar de todo esto, llegó la respuesta del Papa: -“¡Que muera!”. Y murió. Después me quitaron no sólo las cosas del Conde, sino también lo que yo tenía, joyas, muebles, dotes; así que temo que con este Pontífice tampoco hagamos nada. A pesar de todo, si a Su Paternidad le parce bien, haga como quiera; pero temo que no lo recuperaré ya, pues he sido muchas veces examinada con mis hijas, pues el juez cree que nosotras lo sabemos todo”.
El Padre le respondió: -“El intentarlo no hace daño; peor de lo que estamos no podemos estar. Déjeme actuar a mí, que espero obtener algún provecho. Hagamos todos Oración por ello; así lo mandaré hacer también a mis alumnos pequeñines, en los que tengo mucha fe de que, con su inocencia, impetren del Señor la gracia de darle al Cardenal la luz suficiente, para que me escuche. Y, luego, me deje hacer a mí.
Quedaron de acuerdo en que iría cuanto antes, al menos para descubrir la situación y ver cómo estaba de dispuesto.
171.- El Padre se fue inmediatamente a las Escuelas, y dio a todos los Maestros órdenes de que, tanto por la mañana como por la tarde, recitaran las Letanías de la Madonna a intención suya, hasta que él lo dijera; y al Maestro de los pequeñines, que no dejara de hacer oración con los niños, por un asunto de grandísima importancia; y a los Padres de la Casa y al Sacristán les ordenó lo mismo. Defendido con tanta oración, se fue a Palacio; encontró al Cardenal, que estaba dando audiencia a los Embajadores, esperó a que lo llamara, y le dijo solamente: -“Pido a Su Eminencia que, cuando pueda, me dé una audiencia, para verme libre de tantas ocupaciones, pues tengo que tratar un asunto de grandísima importancia, y de Conciencia. Cuando oiga este caso tan importante, dirá que he hecho bien en contárselo, para descargo de mi conciencia”.
El Cardenal le respondió que tenía tantas ocupaciones que no tenía tiempo entonces; que tenía que ir donde Nuestro Señor el Papa; pero que fuera el jueves a las 23 horas, y le escucharía con mucho gusto, tratándose de cosas de conciencia. Y con esto, lo despidió.
172.- El jueves por la tarde fue el P. José. El Cardenal; mandó que le ordenaran entrar, le mandó sentarse familiarmente, y le dijo que lo estaba esperando con grandísima curiosidad, para saber lo que le pasaba; que hablara tranquilo, que si se podía remediar, haría lo posible.
-“Eminentísimo Señor, nadie puede rehuir los incidentes del mundo ni los casos en que él ocurren, y es necesario recibirlos de las manos de Dios, que lo permite para sacar de ellos gran fruto para nuestras almas. Considerando la fragilidad humana, en parte, es de compadecer; sobre todo cuando no existe el consentimiento malicioso, donde el demonio ayuda, con sus astucias, a engañar a los pobres inocentes; y, bajo varios pretextos, va coloreando las cosas para hacerles caer, con sus fraudulentos artificios, en su diabólica red, y los precipita en el infierno. Pero, quien conoce y puede evitar la ocasión del pecado, está obligado, en conciencia, a evitar la ocasión, para que no ocurra, primero, la ofensa de Dios, y después, el escándalo del Prójimo; perdiendo el Alma y la vergüenza, y luego la buena fama, con escándalo, no sólo de esta Corte, sino de todo el mundo que Su Eminencia hoy gobierna”.
173.- El Cardenal estaba atento a las palabras, y le preguntó que sí, que aquel asunto le correspondía a él, porque, tratándose de conciencia, quería saber minuciosamente lo que pasaba. El Padre le respondió que no era cosa que perteneciera a Su Eminencia, pero era bueno apropiárselo a él, por ser obra de Caridad. –“Diga, pues, lo que sucede, que, si puedo ayudar, lo haré gustoso”. –“Sepa Su Eminencia que hace ya unos cuatro meses que viene donde nuestro P. Pedro [Casani] la Condesa Bentivogli Malatesta Manzoli, a contarle cómo le fueron confiscadas sus Cosas y dotes por la Cámara Apostólica, a causa de la muerte del Conde, su Cuñado, por la Pasquinata; y ella ahora, con cuatro hijos -tres hijas, todas de su Marido, y un hijo- no tiene de qué comer, pues le quitaron hasta las camisas; y las hijas están a punto de perder su pureza. Incluso la madre lo ha aceptado, y ha dado el consentimiento de que pierdan su pureza aquellas pobres inocentes, solicitadas por personas importantes, que le han ofrecido grandes cantidades de dinero, para desahogar sus impúdicos deseos con las tres jovencitas. Pero, inspirara por Dios, ha querido antes de efectuar este su mal deseo, contárselo al P. Pedro, su Confesor, para que le dé algún consejo, pues le parece es una gran ofensa a Dios”.
174.- -“Cuando el P. Pedro oyó esto, me lo contó, delante de la misma Condesa. Ante aquello, yo quedé fuera de mí, al oír que el demonio había urdido una trama tan perniciosa, la de conseguir que pierdan la flor de la virginidad tres pobres Inocentes, por no tener con qué sustentarse. Les di las pocas cosas que pude, y he procurado ayudarlas lo que he podido, dándoles unas pocos miserias, con las que comparten nuestra Pobreza; pero, aunque la familia es grande, he logrado que no les falte lo necesario. Además, he admitido en Casa a un hijo de diez años; le he dado con qué vestirse, porque estaba casi desnudo, y le doy lo necesario para que no se desvíe, pues ya ha andado adiestrado también con alguna persona viciosa. Para evitar la ofensa de Dios, quito lo necesario a los Padres, para dárselo a él.
“Pero, como nuestras fuerzas no llegan a tanto, he venido a suplicar a Su Eminencia ponga algún remedio, para que, al menos, ordene que restituyan a la Condesa sus dotes, y lo que le han quitado de su Casa. Me parece cosa justa, porque, no teniendo ningún patrocinio que la ayude, se encuentra desnuda, sin tener qué comer, e indefensa. Las tres hijas son devotas y honestas, pero sin apoyo. Y, como las he ayudado, y Dios no lo ha permitido que cayeran, no se han precipitado, como ya he dicho; pues no faltan sinvergüenzas, que, arrastrados por la tentación del demonio, las quieren obligar a ofender a Dios, denigrar de su Casa, y perder su virginidad por un trozo de pan. Esto es lo que quiero suplicarle, porque así me lo dicta mi conciencia”.
175.-El Cardenal quedó horrorizado ante aquellas propuestas, por ser hombre de grandísima conciencia. Respondió al Padre que las cosas estaban en la Camarita, y era necesaria la licencia del Papa; que hablaría con los Oficiales Camarales, a ver qué respondían, porque era algo difícil. –“Ha sido culpa de ellos, por no haber pedido ayuda; pero no es cosa justa quitar las cosas a la viuda y a los pupilos, que no tienen culpa del delito del Conde. Que Dios perdone a quien ha sido la causa de tanto daño y ha puesto en tanto peligro a estas pobres jóvenes. Veremos lo que se puede conseguir, para tranquilizar, primero la Conciencia, y después hacer justicia al prójimo; reconozco, verdaderamente, que es una gran obra de Caridad. Procuraré enseñar las escrituras a una persona de conciencia, para que diga la verdad del hecho, sin pasión, y no tenga en consideración ningún respeto humano”.
176.- El P. General sacó las Escrituras de la Dote, y le dijo que el Inventario de las Cosas estaba en el Proceso de Confiscación de bienes, y que no tienen nada que ver con las del Conde ya muerto.
El Cardenal cogió las Escrituras con el Memorial y las leyó. Dijo que hablaría con el Papa, y le propondría que considerara esta causa, para que resultara provechosa, no sólo para la Condesa, sino para las hijas, “pues es cosa buena poderlas colocar, para que no perezcan. y se las encomendaré a su protección, sabiendo cuánto él ama evitar las ofensas a Dios. Procuraré solicitarlo en cuanto pueda; pero es necesario que haya una persona que pueda ayudarle, porque las cosas Camarales, van muy lentas, y, si no se las mueve, no acaban nunca; aunque lo ordene el Papa hay oposiciones del fiscal camaral, que es poderoso.
177.- El Padre le replicó: -“Tenga a bien Su Eminencia decirle una palabra al Papa, y que le encomiende a usted mismo esta Causa; así se arreglará todo, sin que nadie pueda replicar. De esta manera, se conseguiría el intento, se evitarían los peligros, y sería una obra de gran piedad, y de gran honor para Su Eminencia. Este es mi parecer; pero, aun así, acepto cualquier corrección suya. Y excúseme, si me he atrevido a tanto, al encomendarle una Causa tan incómoda; pero la exigencia de la Caridad, y, al mismo tiempo, su reconocida piedad, me han impulsado a incomodarlo, y causarle esta molestia”. –“Todo esto me parece bien- dijo el Cardenal-; cada uno de nosotros debe cooperar al bien del Prójimo. Yo haré que todo salga bien, a gusto de todos. Mientras tanto, mande hacer oración, para que todo resulte a mayor Gloria de Dios, y yo sepa actuar conforme a su voluntad”.
-“Veo, replicó el Padre, que Su Eminencia desea el bien de estas pobrecitas; pero, mientras tanto, ¿qué van a comer? Si le parece bien, asígneles algo con lo que puedan vivir honestamente. Ya que Su Eminencia hace tantas limosnas, ésta sería la mejor de todas. Dispénseme, pero es que yo no puedo hacer más de lo que hago, si no, no le causaría esta molestia”.
El Cardenal le respondió que hablara con Cosme Vannucci; que fuera a visitarlo, y él le daría el remedio oportuno. Después, el P. José se despidió, pidiéndole sus excusas por la molestia que le había dado, y que pediría al Señor por la buena salud, tanto de Su Santidad como de Su Eminencia.
Enseguida mandó llamar a Cosme Vannucci, y -aunque Cosme ya estaba muy bien informado de todo-, le dijo, de parte del Cardenal, que fuera a visitar a la Condesa Malatesta Manzoli, que vivía cerca del Capitolio con tres hijas; que era pobrísima, y no tenía qué comer -; que, después, llevara una relación al Sr. D. Francisco, Cardenal Barberini, para que les asignara, por lo menos, un escudo diario; aunque no fuera suficiente.
–“Y, después, del resto, encárguese usted –dijo el Padre- , que sabrá hacerlo mejor de como yo lo hago; y no se olvide de contar al Cardenal las miserias en que se encuentra la Condesa, para que él se anime más, por la causa de la que le he informado, y logre que le devuelvan las dotes y lo que le han quitado de casa; así, también usted cooperará en una obra tan pía, y tendrá su mérito ante Dios”.
179.- Cosme Vannucci era limosnero del Papa, hombre de mucha Confianza, amiguísimo del P. Fundador, quien no pasaba un día que no fuera a verlo, por eso le hablaba con tanta franqueza.
Fue donde la Condesa, la visitó y le dijo que estuviera contenta, porque el P. General de las Escuelas Pías había hablado con el Cardenal Francisco Barberini a favor de sus intereses, y había recibido de él una grandísima esperanza de que recuperaría sus dotes; y él mismo cooperaría en cuanto pudiera, para que resultara bien lo que pretendía el P. General. Al marchar, le dejó dos doblones, diciéndole se sirviera de ellos; y que, una vez hecha la relación al Cardenal, volvería donde ella; que estuviera alegre, que Dios le proveería de cuanto necesitara.
La pobre Señora le agradeció que le hubiera dado aquella noticia, y que la hubiera socorrido en sus extremas necesidades, y le dijo que todas pedirían siempre a Dios por él y por el P. General, su Padre y libertador.
180.- Vannucci fue donde el Cardenal, le hizo la relación, y le dijo que había visto casas pobres, pero, como aquélla, no creía que hubiera otra; que, no sólo carecían de comida, sino que estaban casi desnudas; no tenían con qué cubrirse; que, siendo las personas que eran, necesitaban ropa, y luego, asignarles algo para comer diariamente, pues en toda la Casa son siete personas -ya que a un hijo lo ha cogido el P. General de las Escuelas Pías, por lo que no le falta nada, “tal como me ha dicho su Madre, la Condesa”.
El Cardenal le respondió que diera con qué vestirse a todas las Señoras, sin mirar en gastos, y luego, viera cuánto les podría asignar, hasta ver cómo hacer para que les devuelvan lo suyo. Mientras tanto, yo hablaré al Papa; le diré que, tratándose de Viuda e Hijas solteras, es necesario ayudarlas a toda costa. –“Si le parece asígneles un escudo al día, o cuatro testoni[Notas 3]; pero, sobre todo, quiero que las recomiende al P. José, Fundador de las Escuelas Pías, para que, si ve otras necesidades, pueda ayudarles, porque no tienen a nadie que las cuide; en cambio este Padre, por Caridad, ha hecho mucho; y, aunque me han hablado de otros, nadie ha sabido decirme los detalles de esta situación”.
181.- Vannucci le respondió que haría lo que le mandaba, que escribiría el Memorial, para poder después dar cuenta de ello a Monseñor Limosnero Mayor, y que éste se lo contara al Papa, pues esta es la costumbre. El Cardenal le contestó que no era necesario otro memorial distinto del que le había dado el P. José; que era suficiente, que ya le había leído y remitido, agún su conciencia; que cumpliera todo según sus órdenes, hasta que se libera la dote de la Condesa, y le entregaran las Cosas de la Cámara Apostólica. Y con esto, lo despidió.
182.- El Sr. Cosme fue donde un comerciante, compró lo que necesitaba para vestir a las cuatro, de medias, zapatos, pantuflas, y otras cosas que necesitaban; mandó llevarlo todo a San Pantaleón, para que el P. General se lo enviara a la Condesa, y que nadie supiera quién se lo mandaba, y les asignó cuatro testoni diarios, dándoles siempre una mensualidad por adelantado. Y así continuó hasta que le restituyeron lo que le habían quitado, tal como ordenó el Cardenal.
El P. General le mandó todo a la Condesa, por medio de dos de nuestros Hermanos, diciéndole que Dios les había provisto de todo; que estuvieran ya contentas, no dejaran de hacer oración y se lo agradecieran, lo que también hicieron por los bienhechores; que las hijas no perdieran el tiempo, y se dedicaran al trabajo. Que esperaba recuperar todo, pues el Cardenal ya se había comprometido seriamente, y no terminaría la empresa sin haberla coronado por completo. Y pondría a una persona piadosa, para que solicitara lo necesario. Por eso, que ahora pensara en su Casa, para que sus cosas marcharan bien.
Podemos imaginar en qué confusión se encontró la Condesa, cuando vio aquella gran Providencia Divina, gracias al Siervo de Dios. Así que, por la mañana temprano, se fue adonde el Padre, y, llorosa, le agradeció tanta piedad usada por Dios por medio suyo, que le había evitado la ocasión de ofender a Dios.
183.- El Padre le respondió que se lo agradeciera a Dios, que él no había hecho nada. Y que había pensado darle por guía de su Casa al Sr. Tomás Cochetti, Caballero inglés, hombre de grandísima conciencia, que había dejado el servicio del Rey de Inglaterra y cuanto tenía, había huido de su Patria con mujer e hijos, y había ido a Roma en tiempo del Papa Paulo V, para abrazar la fe católica. –“Este Caballero –decía el Padre- me fue encomendado a mí; lo llevé al Papa, quien le asignó una cantidad para que pudiera vivir con su familia como Gentilhombre privado, pero con toda comodidad. Y éste es el caballero que la acompañó a Casa aquella primera mañana, cuando usted vino a San Pantaleón. Así que no estará usted sola, porque él tiene mujer; tendrá quien cuide de sus cosas sin que se tome tantos trabajos, pues no está bien que las mujeres anden girando para solucionar sus asuntos, sobre todo si han nacido como ha nacido usted”.
184.- La Condesa le replicó que tuviera la amabilidad de enviar a Casa a aquel Señor, y llevara a la mujer, porque la Casa tenía capacidad para todos; y, al menos, podría adelantar el alquiler; que ella haría lo que le mandara, pues conocía la Providencia Divina que le había abierto tantos caminos para ayudarla, aunque nunca habría pensado llegar a esta situación.
El P. llamó al Sr. Tomás, que estaba en la sacristía, y le dijo que fuera a acompañar a la Condesa; que hablaran juntos, y luego volviera donde él, para ver lo que habían determinado. Se fue la Condesa, habló con Cochetti, y quedaron de acuerdo en que daría la respuesta al P. General sobre lo que pensaban hacer. La dificultad mayor estaba en que la mujer no hablaba bien el italiano, y no sabía si querría ir, pues era una Señora muy aislada, y dada totalmente a la oración.
-“Es lo que yo ando buscando, respondió la Condesa; y lo que no entienda, poco a poco lo irá aprendiendo. Puede escoger un apartamento, y, a veces, trabajaremos juntas, que yo aún sé recamar un poco; nos sobran trabajos para ganarnos el pan”. Se determinó que hablara con el P. General, y haría lo que él dijera; que hablara también con la mujer, y el Padre le daría la respuesta a todo, porque él aún estaba bajo su protección; de tal manera, que cuanto había recibido desde que estaba en Roma, todo lo había recibido por medio de él; por eso, no quería hacer nada sin una orden suya. Quedaron de acuerdo, que esperaría la respuesta.
185.- Cuando Tomás Cochetti volvió donde el Padre, comenzaron a pensar que la Señora le había ofrecido la Casa, pero él tenía dificultades, porque no sabía si su Mujer, como era extranjera, no sabía la lengua, y siempre quería estar sola, trabajando en Recamado, ni se separaba nunca de su trabajo. La otra dificultad era que tenía dos hijos que iban a la escuela; que eran trastos, pero modestos, y no quería que emprendieran mal camino. –“Y, en cuanto a que yo me dedique al servicio de esta Señora, haré lo que me mande, aunque siento no ser hábil para hacer lo que quisiera. Cuando mi mujer venga a confesarse, podría Su Paternidad aconsejarle que cambiara de Casa, hablándole de la bondad de la persona, porque yo procuro no entristecerla, para vivir en paz; que ya la he sacado de la Patria, donde tenía padre y madre, y muchas comodidades; pues la traje a Roma para hacer que abrazara la santa Fe; por eso, no quiero contristarla, no sea que pueda dar en melancolía, pues no hace más que llorar, y para consolarla hace falta Dios y ayuda; y todo viene de que se ve sola; y puede ser que, estando con estas señoras, se alegre un poco.
186.-El Padre le dijo que la trajera a la iglesia, que la convencería, y seguro no rehusaría lo que le propusiera; y, al final, estaría bajo la obediencia del marido, pues es persona espiritual.
El Sr. Tomás habló con la mujer, y le dijo que el P. General quería hablar con ella; que le había encontrado una Casa con mucha comodidad, de unas Señoras que no tienen hombres en casa; ella es una madre con tres hijas crecidas, que siempre hacen oración y hacen sus trabajos, y están bajo la obediencia al P. General, “nuestro gran Bienhechor”. –“Tendremos una Casa cordial, no pagaremos alquiler, y daremos gusto al Padre, por el cual debemos hacer lo que nos manda, y sabemos muy bien cuán obligados estamos”.
La Mujer le respondió que haría lo que él quisiera, y lo que quiera el P. General; que, como eran mujeres de oración, iría con gusto; al menos no se vería encerrada sola en una habitación, cuando él saliera de Casa; que su mejor compañía era el trabajo y el llanto; que a veces pensaría en Londres, su Patria, donde tenía a sus Padres, con michos criados y criadas, y ahora se veía encerrada entre cuatro paredes, sin poder decir una palabra, hasta que volvían los hijos de la escuela.
187.- El Señor Tomás quedó contento cuando vio la intención de su mujer. A la mañana siguiente la llevó a San Pantaleón; llamó al P. General, y le dijo que la señora se estaba de acuerdo con lo que le mandaba, y no podía por menos de aceptar su obediencia. Quedaron en que daría la respuesta a la Condesa; que irían a convivir con ella en su Palacio, y la serviría en lo que mandara; pero deseaba un apartamento separado, adonde no pudiera entrar nadie, para no molestarla, si pasaba algo, pues sus dos hijos varones a veces jugaban según la costumbre de su país, y hacían ruido. El Padre le respondió que eso no era nada, que eran niños, y ya irían acostumbrándose a las formas italianas, y hasta se podrían hacer Religiosos. Esto lo decía sonriendo.
Quedaron en que irían a visitar a la Condesa después que el P. General le diera la respuesta, como hizo; era lo que la Condesa esperaba con muchísimas ganas. Finalmente, fueron a vivir con aquellas Señoras, en mutua afabilidad.
188.- El P. General fue introduciendo al Señor Tomás adonde el Cardenal Barberini, indicándole cómo tenía que hacer, para recuperar las Cosas y la dote de la Condesa Malatesta Manzoli, pues, al ser extranjero nadie le negaría nada, cuando pidiera algo, porque todos lo conocían como hombre honrado, de santidad de vida, y sencillo.
Mientras tanto, el Cardenal habló con al Papa y el Comisario de la Cámara, en cuya Cámara tenían las Cosas y la Dote de la Condesa Malatesta Manzoli, bajo el pretexto de que eran Cosas del Conde Malatesta, decapitado. Él hacía gestiones para que le fuera devuelto todo, con los intereses, y las cosas que eran de las hijas, y no siguieran despojadas de sus posesiones, como les había hecho el Comisario de la Cámara; “que no es justo que los Inocentes sufran por otros”. La Causa fue encomendada al Cardenal Barberini, como Jefe de la Sagrada Consulta, oída la Cámara Apostólica.
Constituida la Comisión, Cochetti fue introduciéndose, junto con otro Procurador. Después de todos los informes, el Cardenal determinó, por justicia, que se restituyera a la Condesa todas las joyas, oro, plata y muebles; y cuanto le habían quitado, con la dote íntegra y los intereses; y si alguna cosa había sido enajenada, el precio de ella, tal como estaba en el Inventario. Así que le restituyeron todo antes de dos años, con satisfacción general. Desde entonces, el Padre no volvió más a pagarle la harina, ni Vannucci a darle la asignación de cuatro testoni diarios, como le había venido asignando.
189.- Una vez que le devolvieron todo, la Condesa intentó acomodar a las hijas, y darles sus dotes. Ella se quedó con el hijo, y con el Sr. Tomás, a quien nombró Maestro de Casa y patrón absoluto de cuanto tenía, pues ya se le había muerto la mujer, y los dos hijos se habían hecho Religiosos de las Escuelas Pías; uno de ellos se llamaba Marcelo y el otro José, de grandísima modestia, y muy diligentes en la observancia religiosa. El P. Marcelo se dio al estudio de la escritura y del Ábaco, en los que alcanzo un nivel admirable. Fue compañero del H. Eustaquio [Stiso], hombre que tampoco tenía rival en la escritura; escribía a dos manos de tal manera que no se distinguía una mano de la otra; haciendo retratos al natural con la pluma no le igualaba nadie. Las memorias que ha dejado de sus muestras, se pueden considerar como el “non plus ultra”. Entre otras cosas más, existen hoy en Roma dos fontanas, diseñadas por la pluma, que se conservan, para memoria suya.
190.- El P. Cochetti fue Maestro de la hija de D. Fernando, Duque de Alcalá, Virrey de Sicilia. Y ésta fue mujer del Duque de Montalto, que sucedió como Virrey de Sicilia, y favoreció muchos a nuestro Padres, que tenían en mucha estima al H. Eustaquio. Éste fue llamado luego a Roma por el Fundador, para dar la clase de escritura, junto con el P. Marcelo, consiguiendo ambos un gran éxito.
Pero, tentados por la soberbia del saber, comenzaron a darse a algunas recreaciones, aunque honestas; trabaron amistad con ciertos seculares que los llevaron a una Villa, sin licencia del P. General; allí estuvieron algunos días, sin saber adónde habían ido. Al final se descubrió que estaban en la Villa, faltando a la Clausura.
Fueron llamados muchas veces; pero, como no querían obedecer, el P. Santiago [Bandoni] de Santa María Magdalena, Superior de la Casa de San Pantaleón, se decidió a enviar, de noche, a dos esbirros, que los condujeron a Casa, y los metieron en prisión. A la mañana siguiente, el P. General los llamó a su presencia, para castigarlos; pero, viéndolos pálidos, a causa los calores, pues esto fue el mes de agosto [1638], y de haber dormido fuera, les dijo que llamaran al H. Pablo [Ottonelli] de San Juan Bautista, enfermero, a quien ordenó llevara a aquellos dos Padres a la enfermería, que estaban mal, y no se sabía lo que Dios quería de ellos; que los cuidara y gobernara con toda caridad, “porque su vida será muy breve”.
191.- Fueron a la enfermería. Llamaron al médico, y, cuando llegó, los encontró con fiebre alta, pero no le daba importancia. A la mañana siguiente fue a visitarlos el P. General, y les dijo que se prepararan a morir; que él les daba su bendición, pues ambos iban a morir a los tres días, y tres horas uno tras otro.
Es imposible expresar con palabras el dolor que sintió el Sr. Tomás Cocchetti, al perder a un hijo de aquella manera. El P. General le decía que era él quien debía llorar, por haber perdido a dos individuos extraordinarios: -“Pero, si Dios los llama llamado de esta manera, ¡benditos hijos!”
192.- El caso de la Condesa Malatesta Manzoli me lo contó varias veces el mismo Sr. Tomás Cocchetti, cuando, después de la muerte del P. General, quise se presentara como testigo en el Proceso hecho, via ordinaria, por la Comisión del Cardenal Ginetti, Vicario del Papa, donde expuso las Virtudes del Venerable Padre, confesando cuánto bien había hecho, a él y a la Condesa Malatesta, de cuya Casa, después del caso, era él quien había sido nombrado Maestro. Y cómo había educado al Conde Francisco con tan grandísimo temor de Dios, hasta la edad perfecta, cuando tomó esposa.
Se trata del el hijo de la Condesa, a quien el P. Fundador recogió en Casa, y lo educó con tanta Caridad. Yo lo he visto muchas veces, y he hablado con él, cuando he ido adonde el Sr. Tomás; y siempre me ha dicho que todo lo bueno tenía, todo era obra del P. General; y que continuamente se acuerda de los beneficios recibidos del P. General, que lo educó como si hubiera sido hijo suyo.
193.- A la Condesa la vi también más de una vez; por cierto, quería ser examinada ante la Comisión; y muchas veces me dijo que estaba completamente dispuesta, ya que consideraba al P. José un Santo, y el liberador de su Casa. Pero vino la muerte, el año 1651, y se la llevó.
En esta historia tan larga, hemos podido ver muchas cosas de su grandísimo ejemplo y consideración; pero aún me queda añadir un hecho de este Tomás Cocchetti, presenciado por mí mismo, con ocasión de la muerte del Venerable Padre. También quiero tratar de la santidad de este Señor, tal como nuestro mismo Padre se la contó a la Condesa, cuando le explicó quién era.
194.- Tomás Cocchetti, Noble inglés de la Ciudad de Londres, como ya se ha dicho, era Camarero Secreto del Rey de Inglaterra, y era sabedor de todo lo que ordenaba aquel Rey contra los Católicos, a los que perseguía lo que podía. Habló un día con un Padre dominico, para conseguir la audiencia del Rey, y poder ir, con su licencia, al Reino de Escocia, a predicar el Evangelio, como Misionero apostólico, a fin de que los Ministros no se lo impidieran. Aquel Padre vestía hábito secular, lo que podía facilitar más dicho ingreso, porque el hábito religioso era muy perseguido por aquellas sectas herejes. Siempre andaba conversando con Señor Tomás, acerca de la verdad de la Iglesia, Cuya Cabeza es el Papa, que reside en Roma. Le decía que quien no lo cree es Enemigo de Dios, y no puede salvarse. Le demostraba con razones convincentes que la Iglesia Evangélica, cuya Cabeza era el Rey, era falsa, una auténtica invención del demonio. Poco a poco iba inculcando esto en el Corazón de Tomás, que comenzó a reconocer la verdad, y a quien de vez en cuando llevaba a su Casa a comer juntos. En la comida continuaba tocando otras verdades para poder salvarse. Al ver que el fuego divino iba actuando en él, comenzó de verdad a convencerle de que, conociendo la verdad de la fe, estaba obligado a enseñarla a su mujer y a sus hijos. Con este consejo, Cocchetti empezó a explicar a la mujer la verdad evangélica; también le decía que no creyera a los Predicadores, que eran mentirosos, y obraban contra la ley de Dios.
195.- Su Señora era muy dócil, y creía todo lo que le decía el marido. Le pidió que, cuando fuera a casa aquel italiano, quería escucharlo también ella; pero, como no hablaba bien la lengua inglesa, no entendería bien lo que decía; que luego le fuera explicando él las principales verdades; pero que no se enterara nadie, para que no incurrieran en la pena capital, ni en la desgracia del Rey. El marido le prometió que lo llamaría cuanto antes, pero le hacía saber que era Religioso de Santo Domingo, y andaba disfrazado, para no incurrir en los Decretos Reales. Precisamente por esto, la Señora se animó más a escucharlo, en secreto, para que nadie de la Casa lo supiera; que, si lo sabía su padre, que era un Ministro importante, todos serían decapitados, pues en esta materia no se consideraba ni a hijos, ni a parientes, ni a amigos.
Quedaron de acuerdo en que, a la mañana siguiente, lo invitaría a la comida, y luego, en secreto, hablarían juntos.
196.- Fue Tomás a buscarlo, y le dijo que ya le había contado a su mujer lo que le había dicho sobre la verdad evangélica; y ahora quería oír de su misma boca lo que le había contado a él; y le pedía que fuera aquella mañana a comer con él, y luego se retirarían todos a una habitación secreta, para hablar y mostrarle las verdades para poder salvarse, pues era una mujer inteligente y prudente, que había estudiado, y era muy dada a las cosas espirituales.
El fraile le respondió que, antes, quería decir la misa en una casa secreta, donde había otros Misioneros de San Francisco; y luego, iría, armado con los Sacramentos.
Fue Tomás con él, oyó la Misa, se confesó, y abjuró de la herejía; le ordenó hacer la confesión de fe, y se tranquilizó muchísimo.
Terminadas estas funciones, fueron a su Casa a comer, ellos dos solos. Anunciaron en casa que aquél era un comerciante italiano, que había ido a Londres, por negocios de muchas mercancías, tenía muchos intereses en Italia, y se habían hecho amigos por muchas razones.
197.- Después de comer, pidió que le llevaran algunos libros de Cuentas, y dijo a los sirvientes que debía hacer cuentas con aquel Señor; que no los molestaran. Tranquila toda la Casa, dijo a su Señora que entrara, y comenzaron a reflexionar sobre la fe Católica. La Señora, para asegurarse más, retorcía los argumentos del Padre dominico; y, cuando no entendía, por la dificultad de la lengua, se lo explicaba todo el marido. Así, se convenció la Señora, después de haberle explicado toda la verdad; y que quien no creía en el Papa, como Pastor universal y sucesor de San Pedro, al que Cristo dio las llaves del Cielo y la potestad de atar y desatar, no se podía salvar; y que la Iglesia anglicana, cuya Cabeza era el Rey, era toda falsa, porque había usurpado para sí aquella jurisdicción, engañando a los Pueblos con sus falsas razones.
De ejemplos como éste, están llenas las historias, sobre todo en la Vida de Santo Tomás de Cantorbery, Primado de Inglaterra, que por defender la verdad fue premiado por Dios con la Corona del Martirio.
198.- Finalmente, tan bien se lo supo explicar aquel Padre dominico, que la convenció, claramente, de que no se podía salvar si no seguía la ley de Cristo, sometiéndose a creer a su Vicario en la tierra, que era el Papa; de lo contrario, se condenaría.
La Señora quedó satisfecha, hizo la profesión de fe, dijo que se quería confesar de todo, y después comulgar; pero, que había que hacer todo con tanto secreto, que no llegara a saberlo nadie de la Casa; que, si lo intuía su padre, serían todos asesinados, y confiscados sus bienes, por contravención a las leyes Reales en lo tocante a Religión, de lo que nadie está impune.
Se decidió que volvería, para que hiciera la Confesión General; que se preparara; y después, llevaría a la misma habitación las cosas sagradas; diría la misa, y comulgarían los dos. Hasta entonces, que leyera un librito que le dio, con algún ejemplo de renuncia, y algunos milagros de la Santísima Virgen del Rosario. Le enseñó cómo debía decir la Corona del Rosario; y que las demás cosas se las inspiraría el Espíritu Santo; que procurara estar alegre, no melancólica, que Dios quiera ser servido con alegría.
Se echó a llorar a lágrima viva, porque había conocido la verdad. Ahora le parecía mil años su retorno al Padre.
199.- Los de Casa veían que la Señora vivía muy retirada, y no daba demasiadas audiencias, contra su costumbre; y que, si alguno le preguntaba qué cambio era aquel, de tanto retiro, le respondía que no se sentía bien.
El dominico volvió varias veces, escuchó su Confesión General. Ella se lo contaba todo a su marido, para estuviera al tanto, y no se descubriera. Una tarde, el Sr. Tomás ordenó llevar a Casa una arquita, que venía de Italia, en la que estaban los vestidos sacerdotales, y lo necesario para la Misa, y mandó entregársela a la Señora, para que la guardara, y la abriera cuando volviera él.
Cuando el Señor Tomás volvió a Casa, dijo a la Señora que había quedado de acuerdo con el Padre; que por la mañana, muy temprano, antes de que se levantara la servidumbre, vendría, los reconciliaría, diría la misa y les daría la comunión. Que se preparara y no estuviera tan melancólica; que, al hablar con todos, disimulara, para que nadie supiera lo que hacían, pues, de lo contrarío, podrían ser descubiertos, una razón para su ruina y la de la de su Casa.
200.- Al día siguiente, muy de mañana, entró el Padre por una puerta secreta, encontró al Sr. Tomás, que lo esperaba; se puso sus hábitos de dominico, confesó a todos, dijo la Misa, y comulgaron. Dio gracias al Padre, que le había abierto la puerta del Cielo, y pidieron al Padre que, de vez en cuando, mientras estuviera en Londres, fuera a consolarla; y así se lo prometió. Luego tardó algún tiempo.
Fue tan grande el cambio, tanto del Sr. Tomás como de la señora, que no podían ocultar lo que llevaban en el corazón. Los Padres tenían mucha sospecha lo que podía estar sucediendo, porque ellos rehusaban los esparcimientos, y empezaron a preguntarles si no habrían sido engañados por algún Católico.
Determinaron reunir la mayor cantidad posible de dinero, y marcharse a Francia, con la excusa de los negocios. Y, sin decir nada a nadie, prepararon una galera, y, muy de noche, cogieron a sus dos hijos, Marcelo y José, y se embarcaron para Francia. Pero, como eran personas Nobles y conocidas, y pensando que los alcanzaran los Padres, continuaron el viaje hacia Italia. Llegados a Livorno, pasaron por Florencia, donde fueron conocidos por un Caballero florentino, que había sido Embajador del Gran Duque en Londres, el cual había hecho algún servicio al Sr. Tomás en aquella Corte. Le preguntó la causa de la salida del país, de haber dejado el servicio del Rey, y de llevar con él a la mujer y a los hijos.