BerroAnotaciones/Tomo3/Libro1/Cap11

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CAPÍTULO 11 De las Visitas ordenadas Por el Emmo. y Revmo. Cardenal Vicario A San Pantaleón [1646]

He escrito más arriba que en Roma, gracias a Dios, y a la explicación del santo pensamiento del Sumo Pontífice Inocencio X, de que no había pretendido querer destruir a las Escuelas Pías con la reducción a simple Congregación, sino para hacerlas algo más eficientes, como también por el gran afecto que siempre ha tenido hacia ellas el Emmo. y Revmo. Príncipe Cardenal Ginetti, Vicario de Nuestro Señor, se vivía en Roma con toda tranquilidad, y se proseguía con todo fervor nuestro Instituto, gracias a las fervorosas y frecuentes exhortaciones que nos hacía N. V. P. General y Fundador José.

Pero como en casa había también una polilla, y residuo de los secuaces de Mario y Esteban, destructores de la Orden, que, queriendo vivir con toda libertad y a su capricho, tenían de Religioso sólo el hábito, y se servían de él como manto de sus libertinajes, y de la escuela como tienda de negocios y tráficos; y como también nuestra naturaleza es más propicia a abrazar el mal que a aplicarse al bien, hubo algunos que, después de la mortificación común que nos dio el Sumo Pontífice, no sacaron de ella su propia humillación, sino más bien libertad y disipación de vida, huyendo de las mortificaciones, devociones y pobreza de nuestras santas Constituciones.

Y como se veían rechazados y advertidos de muchas formas por los demás, y también reprendidos por el Superior de la Casa, y exhortados por N. V. P. Fundador, para que se preocuparan de sus almas y del Instituto, éstos no sacaban de ello sino cada vez más veneno y pasión contra quien les hacía tan gran caridad.

Uno de éstos, que nunca quería asistir a nuestros ejercicios espirituales y a las mortificaciones comunitarias bajo distintos pretextos, cuando era avisado de ello respondía; “No quiero ir, para que vayas a contárselo al P. General”, y otras respuestas parecidas.

Otro consiguió que el Emmo. y Revmo. Cardenal Vicario Ginetti le diera licencia para no tener que ocuparse en ninguna cosa o tarea particular, bajo pretexto de haber trabajado antes mucho; y por eso, andaba vagueando por la Ciudad, componiendo sonetos, y casi haciendo de bufón para la juventud ociosa y rica de Roma, por lo que se convirtió en un Epulón del comer y beber.

Otro, se ocupaba en mil negocios; y si continuaba en la escuela era por el escudo, no por enseñar a los alumnos; se servía de ellos para todos sus negocios de llevar cosas y encargos; iba unas veces solo y otras acompañado a comer fuera de casa; de su celda hizo una bodega, una fonda; salía y volvía también solo de casa cuando quería, muchas veces furtivamente: Pero como tenía el apoyo de nuestros Superiores Mayores, el Superior de la Casa no podía remediarlo.

De aquí nacían en nuestra casa muchas querellas. A éstos tales se les hacía correcciones públicas, porque las paternas y privadas del Superior y de otros, no les ayudaban a enmendarse. Con mucha frecuencia, nosotros mismos éramos acusados por las calles públicas por personas de mucha estima, a causa de su libertad y trapicheos, que daban escándalo a los alumnos.

Si en la Casa de San Pantaleón nos repartíamos los oficios de lector, de servir a la mesa, de acompañar a los alumnos a sus casas, y también de barrer la casa, y todas las demás tareas domésticas de Regla, para no abandonar las antiguas observancias de nuestras Constituciones, y todo lo hacíamos con gran cariño, éstos, en cambio, no querían saber nada de eso; como se preocupaban solamente de su comodidad, no querían saber nada de lo común. Estas y otras ocupaciones, cuando les eran encomendadas, no las hacían, y encima se lamentaban y condolían con cierto sentimiento astucia recíproca.

Si les daban algo, para ellos solos se lo quedaban, y en pública mesa, casi en cada comida, se veían cosas particulares distintas, y propias de seglares. En las cosas públicas, es decir, de la Comunidad, como recreaciones comunes, querían siempre lo mejor. Por estas cosas -soportadas muchas veces por quien quería mantener la observancia, con la esperanza de que S. D. M. reintegrara la Orden- recibían de él sus reproches; así que poco podían gozar de su libertad. Por otra parte, ellos mismos andaban calumniando y buscando el pelo al huevo, como suele decirse, contra los que se oponían a su libertinaje y desenfrenos; sin contar con los insultos que les hacían.

El P. Juan Carlos [Caputi] de Santa Bárbara, que era clérigo secular, había recibido una mandato del Ilmo. y Revmo. Auditor de la Cámara Apostólica, porque lo acusaba no sé qué persona de la Provincia de Otranto, su patria, en la que había surgido no sé qué problema. Fue a Roma, se vio la verdad del hecho, y descubierta la calumnia fue absuelto y se volvió a su patria. Por eso, estos Padres, que no podían soportar ser reprendidos por su libertinaje, al enterarse este suceso, pensaron atormentarnos a todos nosotros, atormentando al Venerable P. Juan Carlos. Así que corrompieron con dinero a un Notario del Auditor de la Cámara, para que ordenara encarcelarlo, con el pretexto de que la causa no estaba resuelta.

Un día por la tarde, el P. Juan Carlos acompañaba, con el P. Carlos [Mazzei] de San Antonio de Padua, la fila del Borgo, es decir, a los alumnos que, saliendo de San Pantaleón por el Parione, llegaban hasta I Banchi. Entró para no sé que asunto en una de aquellas oficinas. Fue reconocido por un espía puesto allí por éstos, y en enseguida se vio rodeado por no sé cuántos guardias, que le dijeron quedaba arrestado. Y fue detenido en la misma oficina. El P. Carlos de San Antonio de Padua, su acompañante, dio enseguida parte a San Pantaleón, al P. Castilla, Superior de la Casa. Como yo, Vicente [Berro] de la Concepción, que era Procurador de la casa, me encontraba fuera de la ciudad haciendo gestiones con el P. Ángel [Diloenzo] de Santo Domingo y no sabía nada de esto, no pude acudir adonde ellos más que cuando volví a casa, que era tarde. Cuando lo supe, hicimos de noche las diligencias para liberarlo, pero no pudimos, porque no se encontraba en casa Monseñor Ilmo. Auditor de la Cámara, y Revmo. Imperial (ahora Cardenal). Hablamos con el fiscal y el juez, pero no pudimos tampoco hacer nada, pues, como eran ya las dos de la noche, despacho había salido de dicho despacho a Tor di Nona, al departamento de los Nobles. Nosotros tres nos volvimos a casa, dejando allí al P. Carlos de San Antonio, quien, como sabía dónde estaba el Ilmo. Imperial, fue a hablar con él. Su Señoría Ilma. ordenó que volviéramos a casa, prometiendo arreglarlo todo él mismo, como en efecto hizo, la misma noche.

En efecto, a la mañana siguiente, habiendo ido nosotros adonde Monseñor Scanarola, y adonde el Excmo. Señor Pedro Francisco de Rossi, Abogado Fiscal, y nos aseguramos de que aquella mañana, gracias a la visita, lo habían enviado a casa. Habiendo conseguido en aquella visita autorización para que fuera puesto en primera fila, y estando nosotros ya en San Salvatore del Lauro, donde dichos Ilmos. y Revmos. Sres. se reunían para oír Misa, para ir con ellos a las cárceles, donde habíamos estado antes para que con el P. Juan Carlos viera lo que había pasado.

Estando, pues, nosotros en dicho lugar de San Salvatore, vino a hablarnos el Notario que la noche anterior había ordenado encarcelarlo, y nos pidió que no dijéramos nada más a aquellos Ilmos. y Revmos. Sres., sino que fuéramos con él a las cárceles, que nos entregarían libre a nuestro P. Juan Carlos, porque esta era la orden que había recibido él de Monseñor Ilmo. Auditor de Cámara; que era más honroso hacerlo así que esperar a la visita.

Fuimos a las cárceles, en encontramos libre al Padre, y los tres, al acabar la Misa nos presentamos a dichos Sres. Ilmos. y Revmos. Sres. de la Visita, que se pusieron muy contentos de que Monseñor Ilmo. Auditor de la Cámara hubiera hecho lo que hizo.

Después, volvimos a nuestra casa de San Pantaleón con alegría y contento de toda la casa, especialmente del P. Castilla, Superior, que estaba muy afligido.

Después supimos que Mons. Ilmo. y Revmo. Auditor de la Cámara, que era el Ilmo. Cafarelli, muerto luego Cardenal de la Iglesia, sintió un grandísimo disgusto de que nos hubieran hecho aquella afrenta, tanto por el cariño que tenía a las Escuelas Pías, como cosa de Paulo V, su tío, como también por el disgusto que había recibido el Ilmo. y Revmo. Imperial, al que le unía particular amistad; y poco faltó para que el Notario fuera privado del cargo, lo que hubiera sucedido si los Padres no hubieran hecho alguna instancia por él.

Disgustados por una parte los adversarios, porque habían viso completamente frustrada su intención; desenmascarados sus nombres con sus trampas y planes; y por otra parte, muy disgustado el Superior y la casa por tal maniobra, pues se daban cuenta de que no amaban ni a Dios ni el hábito que llevaban, y por eso estaban sobre ellos; ellos, irritados, vivían muy avergonzados en todas partes, incluso ante los Superiores Mayores.

Pensaron, pues, cubrir su pasión y libertinaje con el manto de la justicia; y para eso recurrieron al Emmo. Cardenal Vicario General Ginetti, lamentándose mucho del Superior de la Casa, y de todos los demás que eran secuaces de ellos, sobre todo de mí, Vicente [Berro] de la Concepción, escritor de esto, y entonces Procurador de esta Casa de San Pantaleón de Roma, como si los hiciéramos muchas y graves injusticias, contra toda razón.

Éstos que se quejaron fueron tres solamente. El Cabecilla, P. Nicolás María [Gavotti] del Rosario, de Savona, el P. José [Fedele] de la Visitación…el H. Felipe [Loggi?] de San Francisco, natural de Lucca. Los puntos principales, o quejas que dieron a Su Eminencia, fueron a favor del 1º y del último, porque el 2º era más bien incitado que incitante, y sólo porque deseaba un poco de mando, y alguna comodidad o libertad de gula, y se dejaba arrastrar mucho por esto.

El 1º decía que le cogía las cartas a la puerta el P. Procurador de la casa; que el Superior le prohibía ir a la casa de una prima hermana. El tercero decía que no se le respetaban las licencias que le había dado el Emmo. Cardenal Vicario, y que lo maltrataban los de la casa de distintas maneras, y cosas parecidas.

Por estas lamentaciones, parece que el Emmo. Y Revmo. Sr. Cardenal Ginetti, Vicario de Nuestro Señor, se decidió a mandar una visita a las Escuelas Pías de Roma…; era que Su Eminencia se movió a hacerlo, porque habían pasado ya algunos años desde que estaban sometidos al Ordinario, y nunca había hecho la Visita. Eligió para hacerla al M. R. P. Don Tomás Inbene, teatino, religioso muy insigne, de toda virtud religiosa, y doctísimo; había publicado muchos libros; era examinador público y de Obispos; consultor del Santo Oficio; y uno de los que escribieron contra algunas doctrinas publicadas por los jansenistas, en tiempo del Papa Inocencio X.

Se presentó el prudentísimo Religioso en San Pantaleón con toda modestia, y con un solo Hermano de acompañante. Reunidos nuestros Religiosos en el Oratorio habitual, les mostró su patente de Visitador, que le había hecho el Emmo. Cardenal Vicario. Hizo una exhortación caritativa, afirmando su afecto y el de toda su Orden hacia las Escuelas Pías, y prometió toda ayuda para el bien común. Hizo la acostumbrada visita a la Iglesia y a la sacristía, con mucho consuelo para él, porque la encontró toda cuidada religiosamente, decoros, y muy pobre… Después, por sí mismo, con alguno de los nuestros, especialmente el Superior de la Casa, visitó las oficinas y las celdas, y observó que en ellas se mantenía, junto con la limpieza, la suma pobreza que se profesaba; y que los defectos estaban cerrados en las susodichas tres habitaciones; dijo no sé qué palabra, para demostrar que se había dado cuenta, pero, con toda modestia, sin hacer de ello ningún problema.

A la Visita personal le dedicó algunos días, señalando por sí mismo algunas cosillas que le parecían necesarias, conforme iba oyéndolo a nuestros Religiosos, cuando los examinaba, y sobre todo en los puntos de alimentos, o de las quejas arriba señaladas.

Encontró que las cartas de las que el P. Nicolás María se lamentaba, con el pretexto de que se las quitaban, estaban en correos en gran cantidad. Y vio que en el libro de de salida estaban señalados para él cuatro, seis y ocho julios a la semana; y además se dio cuenta, con seguridad, de que, sólo eran cartas para negocios de seglares; a alguno le atendía como agente y expedicionario, con mucho beneficio suyo, y a cargo de nuestra casa; y de que, habiéndole tolerado esta carga por algún tiempo, se le había notificado que la casa no podía, ni debía, hacer aquel gasto, por lo que se le habían dejado las cartas en correos.

La prohibición de ir a la casa de la prima hermana suya no era general, como decía, y se quejaba el P. Nicolás María, sino que no saliera de casa solo, especialmente a la hora del mediodía, y por la noche, una vez que hubiera sonado la primera Ave María; y que siempre debía pedir la bendición al Superior de la Casa al salir y entrar en casa, y llevar un acompañante como es debido. Se dio cuenta también el Visitador de que el P. Superior de la Casa había tenido justa causa para darle esta orden, tanto para mantener en su vigor las bulas Pontificias, como también porque el P. Nicolás María había cogido la costumbre de salir de casa a dichas horas, diciendo al portero: “Voy adonde mi hermana”. Y después iba vagabundo adonde le pareciera, y luego volvía casi siempre cuando nosotros ya habíamos ido a descansar, o poco antes; y a mediodía se le veía retornar un buen rato después del comienzo de las clases.

Acerca de las quejas del H. Felipe de San Francisco, sobre que no se le mantenían las licencias que le había dado el Emmo. Cardenal Vicario, y que era maltratado por nosotros los Religiosos, el P. Visitador se dio cuenta de que era falso, y que el Superior de la casa lo hacía todo con toda razón; porque el H. Felipe se había hecho a una vida de parásito, y sandanápalo por toda Roma, y con toda clase de personas, con gran perjuicio del alma y de su cuerpo. Y es que, después de que lo habían hartado y emborrachado como a su hazmerreír, se burlaban de él, riéndose de nuestro hábito que llevaba, y a nosotros nos lo echaban en cara en pública calle. A veces lo mancharon de tal modo, que apestaba por el mal olor; y cuando volvía a casa había que cambiarlo del todo. Si bien es cierto que no me acuerdo de muchísimas cosas, las que escribo de hecho son veracísimas; y ojalá no lo hubieran sido, porque más gustoso diría y escribiría las virtudes y acciones religiosas que éstas, porque no sólo me sonrojo, sino que también me crepita el corazón por que hayan sucedido.

Me decido a escribirlo solamente para que aprendamos, viendo cuánto daño hacer dar licencias generales, y no dejar que los propios Superiores guíen las casas religiosas.

Una vez entre otras muchas, dicho H. Felipe comió con algunos Caballeros en un lugar de Roma; y cuando estuvo bien lleno, y todos muy alegres por coronas sus bufonadas, llenaron de excrementos naturales e ínfimos, humanos, el gorro del mismo Hermano; y así, lleno de esta suciedad, a golpe de despropósitos, lo coronaron como Sardanápalo, por haber superado a todos en comer y beber, poniéndole el gorro así lleno en la cabeza; con lo cual, de tal manera lo ensuciaron con dicha materia densa y líquida por dentro y por fuera, que lo hicieron insoportable por el hedor que desprendía. Y, para que al anochecer y seguro pudiera volver a San Pantaleón, lo mudaron todo de arriba abajo, y el gorro; pero el hábito se lo lavaron mejor, pues, todavía escullando, se la pusieron encima. Cuando llegó a casa, se acostó enseguida, y colgó el hábito para que se secara.

Otra vez, estando ya muy lleno, lo llevaron en carroza a Roma, y en el camino, para demostrar que no había hecho exceso, se ofreció a tomar una bebida de más de una decena de vasos de cosa fresca en hielo. Comenzó a beber, y, por lo que recuerdo, llegó a beber unas veintiocho de aquellas garrafitas, con asombro de todos. Esta bebida le movió de tal manera el vientre y el estómago, que llenó la carroza por la parte de abajo, y por la boca se embadurnó, y la carroza también: así que, al salir aquellos Señores de la carroza, ordenaron al cochero que lo condujera a casa. Cuando llegó, fue a la cama y estuvo allí algunos días fuera de sí.

Cuando el M. R. P. Don Tomás Inbene supo éstas y otras cosas, y después de verificadas en aquéllos dos nuestros, esto es, el P. Nicolás María del Rosario y el H. Felipe de San Francisco, al primero le dio diversas órdenes para quitarle el traficheo y la libertad, con prohibición expresa; y a éste, que no saliera de casa si no iba acompañado, para quitarle esta suciedad de ser el escándalo de esta pobre Orden nuestra.

El P. Visitador habló de todo con Su Eminencia, para hacer que se cumpliera puntualmente; pero estos dos, con su tercer compañero, entregaron un memorial al mismo Emmo. contra el Visitador, diciendo en él que introducía cosas contra el Breve del Papa Inocencio X, y que intentaba que se anulara, para dar gusto a unos pocos, además de otros despropósitos, que denotaban su apasionamiento y relajación; y que no querían enmendarse, sino querer vivir con libertad soldadesca. Su Eminencia dio el memorial a dicho P. Don Tomás, y lo excusó también de viva voz, por lo que dicho Padre se excusó con nuestro Superior y con algunos de los nuestros, disgustándole mucho no haber podido ayudarnos, a causa de dichos relajados.

Con esta ocasión, digo, fue grandísimo el daño que estos tres hicieron al bien público de toda nuestra Orden, reducida por el Breve de Inocencio X a Congregación sin votos, sin superiores mayores, y tendiendo muy pronto al exterminio. Este buen y Muy Reverendo Padre había dado comienzo a la visita con intención de reunirla bajo una sola cabeza, y había hablado de ello al mismo Sumo Pontífice Inocencio X, quien le dio buenos principios y seguridades. Pero al ver esa mala correspondencia e inquietud de estos tres, y la amenaza que hacían de entregar un memorial al Papa, desistió de todo, y puso fin a la visita, sin dejar decretos; exhortando a los Religiosos deseosos de virtud a la paciencia y a la perseverancia, con la esperanza en la ayuda divina, ofreciéndose siempre pronto a nuestras necesidades particulares.

Para que se vea la bondad y humildad de este M. R. P. Don Tomás, y el deseo con que hacía ese acto de la visita, pareciéndole que era un sitio a tener muy en cuenta la sala donde los alumnos se jugaban, quiso verla él mismo; entró y, viendo que faltaban algunas mesas para el esparcimiento de los locales, ordenó que se pusieran enseguida. Después quedó siempre cariñosísimo con los que conoció como observantes, y deseoso del bien común.

Notas