BerroAnotaciones/Tomo1/Libro1/Cap09
- CAPÍTULO 9 De la venida de nuestro Don José a Roma. [1592]
Dejando, con mucha pena de todos y con mucho honor suyo, el cargo de Vicario General de Urgel, se fue durante unos pocos días a su Patria, no para permanecer allí, sino para poner en orden sus cosas, con esperanza de sustentarse en la Corte Romana, como le prometían sus virtudes; y despidiéndose de todos sus parientes y hermanas, se embarcó hacia Roma, adonde llegó sobre el año 1592, después de un viaje muy largo, y haber superado muchas dificultades.
Llegado a Roma, procuró, con mucha devoción y alegría, visitar los lugares santos de esta ciudad, agradeciendo a Su Divina Majestad que le hubiera librado de tantos peligros. Pero sobre todo, atendía aquí a toda clase de obras de caridad, dándose cuenta muy bien de que Dios lo había conducido a Roma para cosas mayores que para salir adelante en las dignidades eclesiásticas. Por eso, el Señor lo iba apartado del afecto a la Patria, como lo había alejado en la realidad. Le producía una alegría tan grande visitar estos santuarios, y especialmente las Siete Iglesias, que comenzó a frecuentarlas con mucha frecuencia, al mismo tiempo que se preocupaba de toda obra de caridad, en los hospitales, en las cáceles, y en cualquier obra de piedad, como también de rehuir todas las malas costumbres de los cortesanos.
Al extenderse por Roma el olor de santidad y de sólidas virtudes, prudencia, doctrina y Santo celo por la salvación de las almas de nuestro D. José, el Emmo. Señor Cardenal Camilo Borghese, Vicario del Sumo Pontífice, muy deseoso de la reforma de las monjas, y de introducir entre ellas la vida común, conforme ordena santamente el Santo Concilio de Trento, eligió a tal efecto a nuestro Calasanz para el Monasterio de San silvestre en Campo Marzio, como confesor de aquellas Madres.
Nuestro sacerdote aceptó aquella carga, no por interés, sino sólo por obedecer y por conducir al estado de perfección a aquellas sagradas Virgencitas y esposas de Jesucristo. Para llevar, pues, a cabo este su santo pensamiento, se mostró vigilantísimo Pastor, amorosísimo Padre y celosísismo Confesor en todas sus actuaciones, llevándolas a la perfección de la vida común que requería el estado monacal que profesaban; con una suavidad tan grande que, apartándolas verdaderamente de las cosas del mundo, unió sus corazones a Dios, con la extraordinaria frecuencia de Santos Sacramentos, de manera que por toda Roma se oía la buena fama de aquel Venerable Monasterio y sagradas Vírgenes. Lo que, después de Dios, se debe atribuir a la perfección de la vida de su Confesor, nuestro D. José; el cual, celebrando cada mañana con extraordinaria devoción, dedicando horas a la perfección de aquel sacrosanto Sacrificio de la Misa, demostraba cuánto ardor de caridad había en su corazón. Más aún, después de su feliz tránsito al cielo, me han dicho que, algunas veces, estaba allí hasta cinco y seis horas. Algunas Madres de dicho Monasterio, que han sobrevivido después de él, han dicho éstas y otras cosas de Nuestro Venerable D. José.
El Emmo. Cardenal Lanti, que ha estimado siempre mucho a nuestro Calasanz, después de algunos años de tener la protección del Monasterio de las Carmelitas Descalzas en Capo le Case, suplicó a nuestro Venerable Sacerdote que probara, asistiera y amaestrara a dichas Madres en el perfección y en la mortificación, particularmente a algunas que tenía en mucha estima, a fin de que no se fueran, engañadas por nuestro común enemigo. Les hizo con muy buen resultado esta caridad durante muchos años, con mucho provecho de aquéllas Esposas de Jesucristo. Pero como la Obra de las Escuelas Pías era la finalidad principal de nuestro D. José, tuvo que despedirse, con gran dolor de ellas, y con mucho agradecimiento de dicho Eminentísimo, que siempre le quedó agradecido y admirador.
Conocida por el Emmo. Cardenal Marco Antonio Colonna la insigne virtud y heroicas cualidades de nuestro D. José Calasanz, lo recibió como su gentilhombre, con título de Teólogo y Padre espiritual de toda su Casa; y ordenó al Príncipe, su sobrino, que al salir y retornar a palacio, fuera siempre a besar la mano de nuestro D. José. Durante el tiempo en que no habitaba en palacio de dicho Eminentísimo, aunque era de su Corte, residía en una pequeña habitación con un Canónigo español, que vivía en la Plaza de los Santos Apóstoles.
Volviendo una vez a casa, se encontró con que el Canónigo hablaba desde la ventana con una mujer que…la ventana daba al patio de su casa; y en cuanto fue visto por la mujer, dijo ésta: -“Suave, suave, Señor Canónigo, que viene el que no puede ver a las mujeres”. Como él no pudo hacer como si no lo hubiera visto, intentó salvarse por el medio que ella creyó que lo engañaría. Pero nuestro D. José respondió a la señora:
-“No dice bien, al contrario, yo la quiero bien, quien no la quiere a usted es el Señor Canónigo. Escúcheme y conocerá la verdad. Todos nosotros tenemos alma y cuerpo; y sin duda el alma es más noble que el cuerpo. Yo amo su alma, y quiero que sea buena Cristiana, devota, casta y toda santa; pero el señor Canónigo os ama de otro modo”. Bajó los ojos la mujer, y, no sabiendo qué decir, se retiró. Después, habiendo visto muestro Don José que la exhortación hecha al Señor Canónigo para dejar aquella mala práctica no fructificaba, dejó la susodicha habitación, y fue a vivir a otra parte. Esto me lo dijo nuestro Padre, a propósito de una reflexión que me hizo.