GinerMaestro/Cap10/02
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10.02. La Roma monumental de fin de siglo
La grandiosidad de la Roma del imperio volvió en cierto modo a resurgir en la época barroca, en que quedó plasmada para siempre la nueva fisonomía de la Roma papal. Y de toda esa larga etapa de transformación urbanística, el período más decisivo empieza con el pontificado de Sixto V (1585-1590) y termina con el de Alejandro VII (1655-1667). Ambos papas, junto con Pablo V, Urbano VIII e Inocencio X, contribuyeron particularmente al embellecimiento de la ciudad, con sus basílicas e iglesias, sus palacios y sus plazas, sus fuentes y sus obeliscos. Y José de Calasanz vivió en Roma precisamente en ese periodo comprendido entre Sixto V y Alejandro VII (1592-1648).
El trazado de nuevas calles proyectado y realizado bajo Sixto V configuró sustancialmente el plano urbanístico de los siglos futuros. Además, en sólo un año (1587) se pavimentaron con ladrillos 121 calles; se restauraron y aislaron las dos enormes columnas de Trajano y Marco Aurelio, coronándolas con las estatuas de San Pedro y San Pablo; se levantaron los obeliscos de las plazas de San Pedro, Santa María Mayor, San Juan de Letrán y Plaza del Pueblo; se edificó el nuevo palacio papal de Letrán, se inició la construcción del actual del Vaticano, se adquirió el Quirinal y se empezó a ensancharlo; se restauró la ruinosa basílica de los Doce Apóstoles y transformó el convento contiguo de franciscanos, junto a los que viviría Calasanz sus primeros años romanos. Con Sixto V, pues, empezaba una nueva época de febril actividad edilicia. Apenas si quedó iglesia sin reformar, particular mente las grandes basílicas.<ref group='Notas'>Cf. ib., vol.22, p.169-260.</ref>
Cuando por primera vez llegó Calasanz a la de San Pedro, probablemente en hábito de peregrino, estaba todavía allí intacto el gran cuadripórtico medieval de su entrada, con la gigantesca piña de bronce en el centro bajo su templete —hoy en el patio del Belvedere—, con la escalinata de acceso y el campanario románico. Sobre la fachada de la vieja basílica brillaba el mosaico del Salvador sobre fondo de oro. Y por encima de los tejados, allá al fondo, asomaba la mole inmensa de la cúpula nueva, desnuda aún, sin su revestimiento de plomo, con la linterna apenas terminada, pero sin el remate de la gran bola dorada y la cruz, que se colocó en noviembre de 1593. Y hasta 1606 quedaron en pie las cinco naves de la venerable basílica constantiniana, con sus altares, capillas, tumbas, reliquias, mosaicos, lámparas y mil detalles más que se habían ido acumulando durante más de doce siglos. Las cinco naves se cerraban con una pared enorme que dividía la parte nueva y la vieja, y que no se derribó hasta 1615. Detrás de ella quedaba el sepulcro de San Pedro y el altar papal o 'confesión', encerrados en un espacioso templete, llamado la “Santa Casa”, construido por Bramante al principio de la demolición para protegerlos y dejarlos accesibles durante los larguísimos trabajos de reconstrucción. Precisamente en el verano de 1592 se echó abajo la “Santa Casa” y se empezó la obra del altar central de la basílica, que fue terminado y consagrado solemnemente en 1594.<ref group='Notas'>Cf. ib., vol.24, p.310-314.</ref>
La actividad constructiva y renovadora de Clemente VIII hasta el fin de siglo se manifestó también en la transformación completa del crucero de San Juan de Letrán, la restauración de los mosaicos de la nave central de Santa María Mayor, cuya venerable imagen ‘Salus Populi Romani’, que sería una de las preferidas por Calasanz, corono con diadema de brillantes en 1597. Se erigieron también las iglesias de Santa María de ‘la Scala’ (1592), San Nicolás Tolentino, San José de ‘Capo le Case’, San Bernardo ‘alle Terme’; se concluyó San Juan de los Florentinos (1600) y la ‘Chiesa Nuova’ (1599); se puso la primera piedra de San Andrés ‘della Valle’ (1591). Y el afán de renovación alentó igualmente a muchos cardenales a restaurar sus iglesias titulares.
Ni fueron sólo las basílicas y las iglesias las únicas obras favorecidas por Clemente VIII, pues en 1596 terminaba el nuevo palacio Vaticano, siendo el primero en habitarlo, y continuaba a la vez las obras del otro gran palacio papal del Quirinal; se construía la hermosa fachada del palacio central del Capitolio y se empezaba el tercero y último, junto a Araceli, con el que se cerraría la espléndida plaza, siguiendo los planos de Miguel Ángel. Otra de las más famosas plazas romanas, la Navona, fue empedrada entonces (1600); ya tenía las dos fuentes monumentales de los extremos, pero sin estatuas (1574), mientras faltaba aún la central; tampoco existía la barroca iglesia de Santa Inés, ni el gran palacio Pamfili en que está engastada, ni el palacio Braschi. Y para que calles y plazas nuevas y viejas fueran más transitables se estableció que se limpiaran semanalmente, prohibiendo además que se tuvieran cerdos en la parte habitada de la ciudad, pues hasta aquellas fechas (1599) solían ir sueltos por las calles,<ref group='Notas'>Cf. ib., p.316-325, 343-353.</ref> como en muchas ciudades de Europa.
Formaba también parte de aquel mundo esplendoroso de la Roma papal de fin de siglo el gran poeta Torcuato Tasso, que llegó a la Ciudad Eterna en mayo de 1592, alabado, exaltado y agasajado como un Dante redivivo por el Papa y sus nepotes, cardenales y nobles, a quien se quiso coronar de laurel en el Capitolio, como a Petrarca en otros tiempos, pero murió en la primavera de 1595. Y es probable que aquella tarde de abril en que se bajó su cadáver desde el monasterio de San Onofre hasta ‘Santo Spirito in Sassiá’ para hacerle las exequias y se le volvió a subir para enterrarle, en el séquito de cardenales, curiales, profesores de universidad, letrados y poetas, nobles, sacerdotes y religiosos,<ref group='Notas'>Cf. ib., p.301-306.</ref> se encontrara también José de Calasanz… ¡poeta malogrado!
Quizá aprendió el nombre de otros dos genios universales, allá en Urgel, conversando con su amigo mosén Pere Rostoll, organista de la catedral, o con el ya jubilado y famoso compositor y maestro de capilla, el lemosín Juan Brudieu (+ 1591).<ref group='Notas'>Cf. A. DELLA CORTE-G. PANNAIN, ‘Historia de la música’, Labor (Barcelona 1950) P.292 y 325; J. FORNS, ‘Historia de la música’ (Madrid 1948) t.II, p.58 y 180.</ref> Y era una suerte impagable encontrarlos a los dos en Roma: Pedro Luis de Palestrina y Tomás Luis de Victoria, y oír cantar su música inmortal en las basílicas romanas. El primero murió el 2 de febrero de 1594 y fue enterrado en el Vaticano. El segundo llegó a Roma hacia 1565, a sus veinte años, y permaneció al menos hasta 1594.<ref group='Notas'>Cf. A. DELLA CORTE-G. PANNAIN, O.C., p.291; J. FORNS, o.c., p.61-65.</ref>
Pero la Roma de fin de siglo era algo más. Por aquellas calles recién empedradas y más limpias que antaño, y por aquellas plazas donde surgían obeliscos, fontanas e iglesias como una floración de primavera, corrían, jugaban, mendigaban muchos niños porque para ellos no había lugar en las escuelas. Hasta que…