BerroAnotaciones/Tomo3/Libro1/Cap24

De WikiPía
Saltar a: navegación, buscar

Tomo3/Libro1/Cap23
Tema anterior

BerroAnotaciones/Tomo3/Libro1/Cap24
Índice

Tomo3/Libro1/Cap25
Siguiente tema

Ver original en Italiano

CAPÍTULO 24 De dos accidentes ocurridos en Nápoles A las Escuelas Pías [1646]

Su Divina Majestad, Nuestro Sumo Dios, suele castigar en las mismas cosas de las que nosotros más nos preciamos, o hemos intentado mortificar a los demás. Así sucedió precisamente a aquellos dos Religiosos nuestros, el P. Jerónimo [Coccia] de San Carlos y el H. Antonio de la Concepción, operario laico, por hacer que el Emmo. Arzobispo tomara posesión de nuestras casas de Nápoles, pues fueron los primeros en experimentar lo que es ser Religiosos sometidos a los Ordinarios.

Estaba una vez el P. Jerónimo riéndose del hermano laico, llamado José de San Andrés, de carácter simple y tranquilo; y como el primero era todo lo contrario que él, se burlaba de él, pero no quería que le respondiera. Y, como el asunto iba a más, José le respondió, y no sé con qué palabras. El P. Jerónimo pasó de las palabras a los hechos, y, creyendo no estar obligado a ser paciente, hizo lo que nunca recuerdo hubiera hecho antes, es decir, dio con un palo al H. José algunos golpes sobre la espalda, aunque no hubo rotura ni sangre, sino sólo dolor.

Llegó a saber esto el Revmo. Vicario General, quien ordenó enseguida meter en prisión al P. Jerónimo, donde lo tuvo varios días; y fue necesario interesarse, para que no lo enviara a las prisiones públicas.

Yo no estaba en casa cuando sucedió este despropósito. Cuando después lo supe, me moví con todo afecto para conseguir que lo liberaran. Tuve que emplear diversos medios. Conseguí que compareciera el ofendido donde el Revmo. Vicario, y hacer gestiones par la excarcelación. Así se obtuvo la gracia, con algunos castigos saludables; lo primero, absolverlo públicamente entre nosotros, pero con todas las solemnidades que ordena el Ritual, y después lo exilió de aquella casa durante no sé qué meses.

Al H. Antonio, no recuerdo por qué motivo, pero es certísimo que el Revmo. Vicario ordenó encarcelarlo, creo que por dos meses; después, también lo liberó, aunque no sé la manera, ni cómo se arregló luego. Lo cierto es que estos dos, que trabajaron para hacer que el Emmo. Ordinario tomara posesión, fueron los primeros en experimentar los efectos de aquella autoridad.

En segundo lugar, conviene saber que algunos años antes, “servatis servandis”, con un año entero de cárcel, fue expulsado de la Orden un Religioso sacerdote nuestro, napolitano, de la casa Chirelli, llamado entre nosotros el P. Tomás [Chirelli] de Santo Domingo, con sentencia de N. V. P. Fundador y de sus Padres Delegados, conforme a los decretos del Papa Urbano VIII. Éste tenía viva la madre natural y un hermano, quien había tenido la fortuna de su lado en no sé qué oficio, por lo que era rico. Puso todo su empeño, sirviéndose de todos sus amigos y patronos, en obtener del Sumo Pontífice la gracia de poder celebrar, pero nunca fue escuchado, ni pudo decir la Misa, porque, de hecho, había sido un mal Religioso, y N. V. P. General y Fundador habían empleado antes todos los medios posibles y caritativos para hacer que se enmendara, con cartas llenas de caridad y con exhortaciones de santo y mortificaciones de padre, pero da nada le habían servido a este pobre Religiosos. Así que fue necesario llegar al último castigo, el de la expulsión, con todos los requisitos.

Leído en Roma el Breve, y habiendo tomado posesión en Nápoles el Emmo. Arzobispo, como se ha dicho, una mañana de fiesta muy solemne, fue a las Escuelas Pías de la Duchesca el Sr. Pedro Pablo, canciller del Arzobispo; nos llamó en nombre de Su Eminencia el Arzobispo, por medio de los confesores; nos reunió en nuestro Oratorio habitual, y nos propuso que el susodicho Chirelli (expulsado fuera de la Orden por incorregible “servatis servandis”, insistía en ser admitido nuevamente en la Orden, y que el Sr. Vicario General lo había enviado a ellos, no sólo para que lo recibieran con todo afecto, prometiendo portarse bien, sino como verdadero Religioso. El P. Marcos, elegido Superior de la Casa, como se ha dicho, dio el consentimiento, y lo mismo hizo el P. Juan Lucas de la Santísima Virgen, y no sé qué otro (creo que ya tenían planeado esto entre ellos, aunque para mí era improvisado y nuevo). Interrogado yo, casi el último, aunque era el primer sacerdote y el más antiguo profeso que había en la casa, respondí que esto no era asunto para hacerlo así, de pie, sino digno de mucha consideración y reflexión, y que creía que nosotros no lo podíamos hacer ni recibir, porque había sido echado de la Orden como incorregible “servatis servandis” por un General y seis Padres, elegidos conforme ordenen las Bulas Pontificias; que, por eso, se requería el consentimiento de tal Congregación con el Superior General; que ahora nosotros no estábamos en estado de Orden, y que una Congregación privada de una casa no puede recibir a uno expulsado jurídicamente, tanto más cuanto que no tiene constancia de su enmienda, al contrario, sobre él existen muchos despropósitos.

El Sr. Canciller añadió que aquella era una orden de Su Eminencia, y que no se le podía poner obstáculo; que Su Eminencia lo haría por sí mismo.

Repliqué yo: “Si es que Su Eminencia puede hacerlo por sí mismo, no hace falta que pida el consentimiento de los Padres”. Lo mismo el Canciller, como su sustituto, Calderini, comenzaron a injuriarme de diversas formas, con palabras muy gordas y que conseguirían llegaran órdenes de Roma, y lo harían por la fuerza. A esto respondí yo: “Cuando llegue la orden de Roma, lo tendremos en cuenta, porque esto es necesario, y sólo el Sumo Pontífice lo puede hacer. Es necesario acudir a él, porque nosotros no tenemos autoridad. Pero aún no lo han obtenido”.

Calderini se revolvió contra mía, con nuevas afrentas y palabras injuriosas. Como el Sr. Canciller preguntó de qué pueblo era, y supo que era genovés, se revolvieron los dos, diciendo que cómo me entrometía, siendo extranjero; que quería hacerme doctor, y dónde me había doctorado.

“El Religioso, añadí yo, es del país donde vive, y siempre debe decir la verdad. Yo he estudiado Leyes, y esto no lo podemos hacer nosotros, sino que es necesario el Sumo Pontífice. No se puede venir de esta manera a demandar el consentimiento para una cosa tan grave”. Y airados contra mí, se fueron, diciendo que les bastaba el consentimiento dado por los otros. Yo volví al confesionario.

Después se supo que querían entrar, agarrar rápido el Breve, salir y celebrarlo, y que por éste habían ofrecido una gran suma.

Notas