BerroAnotaciones/Tomo3/Libro1/Cap37
CAPÍTULO 37 Ofensas sufridas En las Escuelas Pías de Florencia [1646]
En esta casa de las Escuelas Pías de Florencia no hubiera habido nada que deplorar si, una vez leído el Breve del Papa Inocencio X que reducía la Orden a Congregación, nuestros Religiosos hubieran estado en su puesto, sin ir a otras partes, como hicieron algunos que se fueron a Nápoles y a otros sitios, debido al apego a su patria.
Estas salidas de los nuestros de Florencia causaron no poco disgusto a N. V. P. Fundador y General; como ocurrió a aquél que, habiendo sido siempre amabilísimo con todos los que protegían a nuestro Instituto, deseaba también servir mucho, con toda puntualidad, al Serenísimo Gran Duque y a todos los Serenísimos Príncipes, que con tanto afecto habían amado y protegido siempre la Orden de las Escuelas Pías, como si fuera cosa propia suya.
Tengo por seguro que S. D. M. mantenía siempre aquella casa, y la proveía casi milagrosamente de los individuos necesarios para mantener el Instituto, por el afecto y continuas oraciones que por ella hacía aquella alma santa de N. V. P. Fundador y General, como se verá más adelante.
Del Ilmo. y Revmo. Arzobispo Piccolini no podemos más que felicitarnos mucho, mucho, porque ni publicó el Breve, ni hizo ningún acto de jurisdicción, dejando a nuestros Religiosos en su situación regular, exenta de la jurisdicción del Ordinario, ayudándola también en todo lo que necesitaba. Por eso, los nuestros podían quedarse en Toscana con toda tranquilidad.
El demonio, enemigo de la paz y de la unión fraterna, inculcó en el corazón de algunos un deseo tan apasionado de ir a su patria, que, si bien por otra parte eran muy respetuosos con N. V. P. Fundador y General, sin embargo, en esto no le dieron gusto, saliendo de Florencia contra su voluntad, más aún, con disgusto suyo. Otros tuvieron tanto miedo de que les faltaran las cosas necesarias, -ante la actuación que, por medio de cartas, les prestaban los secuaces del P. Mario [Sozzi] y del P. Esteban [Cherubini], los destructores- que se decidieron a irse a las casas paternas, por medio del Breve que les concedía el Sumo Pontífice Inocencio X, como, en efecto, hicieron muchos, por lo que la casa se encontró muy escasa de Religiosos.
Pero ni con esto se detuvo el demonio; sino que, procurando obtener la victoria perfecta de la empresa comenzada, sembró en los restantes (que eran suficientes para las clases) una soberbia fina de querer que el Superior de la casa les sirviera como Superior en la sombra, pero, en realidad, como verdadero siervo. Por eso, hicieron un monopolio entre sus Maestros, de no hacer sino lo que ellos quisieran en todo, tanto en el ejercicio de las Escuelas Pías, como también en las cosas domésticas de casa, todo para hacer ver que el Superior tenía necesidad de ellos, y no al revés.
Este monopolio sirvió al demonio mucho para su deseo; precisamente como diseño de su edificio; porque no pudo mantenerse oculto entre nosotros sólo, y dentro de los límites de nuestra casa, sino que se extendió fuera, con mal ejemplo para el prójimo. Informado de ello N. V. P. Fundador y General, escribió (si bien recuerdo) al Superior de la Casa, que procurara poner remedio, acudiendo a sus Superiores en ayuda, y obviando escándalos que pudieran aparecer con tal libertad.
El P. Superior (me parece que era un tal Abad Rinuccini); y cuando supieron esto los Maestros concertados entre sí, convinieron en que a la mañana siguiente partirían, sin antes decir al Superior la más mínima palabra, como, en efecto, hicieron.
Había sonado la campanita de la escuela aquella mañana a la hora acostumbrada, cuando, reunidos los alumnos, aparecieron los Maestros vestidos de seculares ante el P. Superior, para despedirse de él, en muy malos términos, y se fueron de casa. El pobre P. Superior se quedó perdido y confuso por algo sucedido tan de improviso, ya que no veía el modo de remediarlo, pues estaba sólo con dos o tres Hermanos operarios inhábiles para las escuelas.
Pero su Divina Majestad, mostrando su providencia y cuán grato le resultaba este santo Instituto de las Escuelas Pías, apenas salieron de casa los que cambiaron el hábito, llegaron a nuestra casa de Florencia tantos de nuestros Religiosos profesos, sin que uno hubiera sabido nada del otro, que se bendijo a S. D. M.; y al saber el Superior de casa la salida de los otros y la extrema necesidad de las Escuelas Pías, cansado, pero vigorizados por Dios, y tomando las fuerzas necesarias de la caridad, entraron en las Escuelas Pías, con estupor extraordinario de los alumnos y del vecindario, que vio en un instante cambiados los maestros, y repletas las Escuelas Pías abandonadas por los primeros.
Cuando supo el caso el Serenísimo Gran Duque y los serenísimos Príncipes hermanos, el Cardenal tío, y toda la ciudad, se admiraron de la singularísima providencia divina por mantener las Escuelas Pías en aquella ciudad, y cada vez fueron más entusiastas y defensores de ellas. Y no menor favor que el que acabamos de citar fue el siguiente, al contrario, me parece más estupendo, aunque no tan instantáneo.
Antes de nada, confieso que de estos dos casos no sé cuál ocurrió el primero, ni cuál fue la causa de semejante motivo; por eso, me lo paso brevemente, y remito todo a quien lo pueda escribir mejor y con mayor amplitud.
En nuestra misma casa de Florencia (no sé por qué razón), sucedió que se quedó solo durante algunos días, quizá semanas, nuestro Hermano laico Juan Bautista [Grugnière] de San Buenaventura, profeso de votos solemnes, de nacionalidad francesa, de profesión cocinero, y sencillísimo en cualidades naturales. Pues bien, S. D. M. concedió tal favor a este sencillo hermano nuestro, que proveyó a la iglesia de sacerdotes forasteros para toda necesidad; y, aunque no se practicaban las Escuelas Pías, dio al Serenísimo Gran Duque y a sus Serenísimos hermanos tal compasión hacia todos nosotros, que nunca se desdeñaron ni decayeron en protegerlas. Y como –de forma a mí desconocida- llegaron allí luego algunos de nuestros Religiosos sacerdotes y clérigos operarios, se restablecieron las Escuelas, y así continuaron siempre, sin que nunca sucedieran ya tales siniestros; y tanto Sus altezas serenísimas como toda la nobleza, fueron siempre devotísimos de ellas, y defensores poderosísimos.
Sé que, en medio de aquellas incidencias, llegaron de improviso, una vez, el P. Vicente María [Gavotti] de la Pasión, quien, aunque iba a Savona, su patria, para despojarse de nuestro hábito; sin embargo, al ver tal necesidad se detuvo allí durante algunos meses; otra vez, llegó, también de improviso, en octubre de 1649, el P. Nicolás de San José, de Lucca, con otro sacerdote, llamado Juan Evangelista [Carolzzini] de San José, genovés, los cuales, habiendo estado en Roma por devoción, al volver a Génova les sucedió encontrarse en Florencia en uno de dichos sucesos, y, para ayudar a aquella casa, se estuvieron una gran parte del año.
El que fue después columna de la tranquilidad de las Escuelas Pías de Florencia fue el P. Pedro [Mussesti] de la Anunciación, ahora Asistente General, natural de Brescia, que mantuvo luego aquella casa con todo esplendor, y fue muy apreciado por aquellas Serenísimas Altezas. Fue también a Roma, para cooperar al bien general de toda nuestra Congregación, y con cartas muy poderosas de dichos Serenísimos Príncipes.