BerroAnotaciones/Tomo3/Libro2/Cap18

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CAPÍTULO 18 De lo que les sucedió A dos de los Nuestros gravemente enfermos [1650]

El P. Ángel [Morelli] de Santo Domingo, natural de Brandello, Lucca, estando en Roma cayó con fiebre por una grave enfermedad en el año 1650. Fue colocado en la celda vecina a la lámpara en el primer dormitorio, en la cual había habitado y dormido por muchos años N. V. P. Fundador y General, José de la Madre de Dios, antes de la suspensión del Generalato. Estando, pues, enfermo en esta habitación el P. ángel, se agravó de tal modo que se puso en peligro de muerte. Al cabo de unos días, dio en un delirio durante unos días, y, finalmente, en un letargo, que duró cuarenta horas; de tal forma que todos creyeron y cuidaron como a un agonizante. Recibió todos los Sacramentos, y se esperaba que muriera en poco tiempo.

Después de este tiempo, de repente volvió en sí con notable mejoría, contra toda nuestra expectación y la de los médicos; comió, habló, conoció a todos, y nos contó lo que sigue:

Suceso 1º

Que cuando nosotros pensábamos que estaba delirando, él estaba tentado gravemente, y hostigado por el demonio con tales tentaciones de fe, de sensualidad, de blasfemia, de soberbia, de vanagloria y de desesperación, que cuando desechaba una, rápidamente se encontraba en medio de otra, de forma que parecía que, por la vehemencia de aquéllas, y la inquietud que le daban, parecía loco; y cuando alguno de nosotros le decía algo, por nada se sublevaba. Pero que, en cuanto le dejábamos, y se encontraba atacado por las mismas tentaciones, contra las cuales, gracias a Dios, procuró siempre combatir.

Le parecía que podía estar, efectivamente muerto, que era llevado por un guía desconocido por él, pero sentido, y subía una montaña; y que, al subir, entre aquellos precipicios de muchos lugares, veía escrito su nombre Ángel de Santo Domingo; por lo que cada vez se confirmó más de estar muerto. Le parecía que aquellos letreros eran las citas de la muerte. Y cuanto más subía la montaña, al mirar hacia abajo, el mundo le parecía cada vez más pequeño; de forma que, al llegar a la cima, le pareció que el mundo era un punto, nada. De donde nació en su entendimiento un conocimiento grande de la poca importancia que hay que dar al mundo y a sus cosas, siendo tan poca cosa, en comparación con el cielo.

Desde aquella altura del monte descubrió un país grandísimo, tan extenso, que no se veía otra cosa que cielo y tierra; pero le parecía que eran de diferentes cualidades de este nuestro de aquí abajo. Y caminando por aquél mucho tiempo, llegaron a un torrente o ría, que dividía aquella gran campiña; sus bordes de ambas partes eran todas verdes y llenas de hierba, con árboles frondosos a lo largo del río, que formaban un bellísimo encanto de la ribera. A las orillas del río vi gran cantidad de gente esparcida a lo largo de ellas, cada uno por su cuenta; la mayor parte sentados, y algunos pocos, en un breve espacio caminaban a lo largo, pero todos melancólicos y afligidísimos. Cada uno tenía colgado de la espalda un bultito de diferente grosor, como si fueran a hacer un viaje, de lo que quedé muy admirado; y pregunté a mi guía qué personas eran aquéllas, el cual me respondió que eran almas que aún no habían sido juzgadas, y por eso estaban esperando su sentencia, de lo que quedé muy admirado, aterrorizado, y como fuera de mí por lo que veía, y porque reconocía que me encontraba yo también en aquel estado, y porque iba guiado por alguien a quien no veía, y dándome cuenta de que mis preguntas y las respuestas de mi guía no eran articulando palabras, sino como un conocimiento del entendimiento, por el que conocí y estuve seguro de que estaba verdaderamente sin el cuerpo, y el hablar era de los espíritus y no de los hombres vivos.

En esto me encontré con mi guía al otro lado del torrente, sin saber cómo había sucedido, en una grandísima campiña, en la que, caminando juntos, oía siempre decir: “¿Estás en el estado de las almas no juzgadas aún, que se sienten tan afligidas, y no te das cuenta?” Y después de caminar largo rato por aquella campiña, nos encontramos con una grandísima muralla, como de una gran ciudad, y, fijando los ojos en ella, vimos que no había más apertura que una puerta muy estrecha y baja. El guía se acachó, y entró por ella; sal hacer yo lo mismo, llegamos a un grandísimo patio, donde fui envuelto y circundado por un esplendor tan grande, que superaba infinitamente el del sol, y quedé por ello deslumbrado y aterrorizado al mismo tiempo, por lo que mi guía, animándome, me dijo: “Mirad, miradlo también todo”. Pero, de hecho, por el grandísimo esplendor no recuerdo haber visto otra cosa que, en frente y en el segundo muro una gran puerta, por la cual se descubría una gran lejanía con el mismo esplendor que el del patio, quiero decir, que entre los dos muros.

Saliendo por la gran puerta de la segunda muralla, no encontramos en un vastísimo país, sin término ni fin alguno, tan esplendente y diáfano que parecía un mar de cristal, y el cielo de otra sustancia que el que se ve en el mundo. Recorrimos gran parte de él, y no se veía otra cosa, sino, a lo lejos, muchas personas que caminaban en fila, cada una separada. En este lugar sentía en mí tal consuelo y alegría, que no puedo explicarlo; pero, en lo mejor, mi guía me dijo: “Basta ya, hay que volver atrás; ante cuyas palabras prorrumpí en un llanto incontenible; y me parece que llegué de repente a mi cuerpo, en el que me parecía vivo, aunque me conocía fuera de él. En esto volví en mí, conocí y hablé con Padres, como V. R.

Este suceso lo contó entonces; y a petición mía, lo repitió el día 14 de septiembre de 1665.

Suceso 2º

Siendo yo, Vicente [Berro] de la Concepción Provincial de Liguria desde 1659 hasta febrero de 1662, una vez, entre otras que estuvo en las Cárceles el P. Ciriaco [Barretta] del Ángel Custodio, de Lucca, que era Rector de las Escuelas Pías en dicha tierra, a propósito de una conversación que teníamos entre nosotros, y una enfermedad suya de muchos años antes, me contó que en dicha enfermedad le ocurrió como sigue:

“He llegado a la puerta, o punto final de mi vida, me dije; y en efecto, me parecía que mi alma había salido de mi cuerpo, y era llevado por mi Ángel Custodio por un país todo diferente de este mundo; y hasta en el aire y el cielo me parecía estar distinto a este de aquí abajo. Me parece que, después de un largo camino, llegamos a un río o torrente, donde había un número grandísimo de personas, que se lavaban en aquella agua, cada uno a sí mismo, de diferentes modos. Algunas, sólo las piernas, otros un hombro y un brazo; otros echaban agua sobre todo el cuerpo; otros estaban en el torrente hasta la cintura, otros algo más arriba, otros menos, otros hasta el cuello. Pero todos manifestaban tener un dolor inmenso y grandísimo por los gemidos que daban, y las contorsiones que de su persona hacían al bañarse; pero otras, soportaban tanta paciencia en todo, que yo me aterroricé y conmoví muchos. Llorando, pregunté a mi guía quiénes eran aquéllos que así sufrían.

Él me respondió: “Son almas de personas muertas en gracia de Dios, que están purgando sus culpas, y la diferencia del modo de bañarse con el agua, denota la desigualdad de sus culpas cometidas, y del dolor y la pena que sienten sufriendo por aquéllas. Sin embargo, están seguras del Paraíso. Me enternecí mucho, mucho, con tal vista, y después de un tiempo que estuvimos allí compadeciéndolas, ambos proseguimos el viaje por países vastísimos. Y habiendo caminado mucho, mucho, por países vastísimos, llegamos a un gran río. Pasándolo, no sé de qué manera, llegamos a una gran llanura; caminando por ella vimos a lo lejos grandísimas cantidades de personas, que iban todas hacia el mismo sitio, al que llegué yo también con mi Ángel, y vi a un gran personaje, sentado sobre un trono muy majestuosos, circundado por un indecible esplendor.

Me asusté enseguida, viendo tan gran Majestad, y quedé como inmóvil. Mi ángel se dio cuenta, y me dio ánimo, diciéndome: “Esta es la Justicia Divina, ante la que se presentan rodas las almas que vienen del mundo a ser juzgadas”. Cuando me dijo esto, mi Ángel me retiró un poco aparte, aunque a un lugar en que veíamos muy bien todo; pero quedé tan aterrorizado, que me parecía no podía respirar. Por eso, me volvía con frecuencia a mi ángel, del que me había hecho amigo, quien me decía que no dudara, que lo viera y considerara todo.

Las almas, llenas de grandísimo dolor, iban ante la justicia divina, y tan pronto como comparecían, ella les hacía señas de adónde debían proseguir su viaje, a mano derecha, o bien a mano izquierda. Las de la mano derecha eran enviadas con cara angelical y manos juntas, y cantando alabanzas a Dios se iban. Después, las de la izquierda, en cuanto veían la señal, dando un gran grito, se cubrían los ojos con sus propias manos cerradas, en forma de puño, y de aquella manera caminaban por un camino muy largo.

Estuve mucho tiempo viendo y considerando todo, y con grandísimo temor de que me hiciera una señal, pero la divina justicia nunca me miró.

Luego el ángel me cogió de la mano, y guiándome a la parte izquierda, me dijo: “No temas, sino obsérvalo todo. Por un camino muy largo se veían una multitud innumerable de aquellas pobres almas, que con los ojos tapados con sus manos, gritando, como he dicho, y vociferando, caminaban hacia una gran montaña que se descubría muy a lo lejos. Llegado a ella con mi Ángel, vimos una gran caverna donde entraban todas aquellas almas; me introdujo también en ella el Ángel, y vi muchos demonios armados de distintas maneras con largas horcas de hierro, y una gran boca de horno, de donde salían llamas desde la oscuridad, y fuego de malísimo olor, y gritos grandísimos. Entrando en aquella caverna, yo fue presa de tan gran terror y espanto, que me pareció morir nuevamente, si bien es cierto que estaba bien agarrado a la mano de mi Ángel Custodio, quien, animándome, me decía: “No temas, que yo estoy en tu compañía, y no te dejaré. Mira y considera todo”.

Y vi que, al llegar aquellas almas a la caverna era cogidas con las horcas por aquellos malignos e infernales espíritus, como si fueran leña, y arrojadas a aquella grande y horrible boca de horno, con gestos de gran rabia. Y cuanto mayor era el número de las almas, , tanto mayor jolgorio y fiesta hacían aquellos malignos espíritus. Y como éstos me miraron muchas veces, como para cogerme, yo, todo aterrorizado, me encomendé a mi Ángel Custodio, que me defendía y me tranquilizaba.

Después de un largo rato, fui sacado fuera de la caverna por mi Ángel, y él mismo me guió a la parte derecha, pero desde muy lejos, desde donde no descubría más que un grandísimo esplendor, y sentía en mí un extraordinario y grandísimo consuelo. Y pidiendo a mi ángel Custodio seguir adelante por aquel camino tan bello y esplendente, él me respondió: “No tenemos tiempo; esto basta; y acuérdate. A así, el Ángel me dejó; volví en mí, y en breve curé de aquella enfermedad.

Esto, en sustancia, y casi al pie de la letra, me contó el P. Ciriaco del ángel Custodio, siendo él Rector de las Escuelas Pías de Carcare; y yo, para gloria de S. D. M., utilidad nuestra, y del lector de esto, lo he escrito aquí de mi propia mano, con la autorización del P. Ángel [di Loenzo] de Santo Domingo.

Vicente [Berro] de la Concepción,

Sacerdote profeso de votos solemnes,

De los Clérigos Pobres de la Madre de Dios

De las Escuelas Pías.

Notas