ChiaraVida/Cap18

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Cap. 18. De los últimos sufrimientos y persecuciones que se suscitaron contra el padre José de la Madre de Dios

Se escribe del rey Antígono que tenía por costumbre pedir a Dios que se dignase librarle de sus amigos, de lo cual se maravillaban algunos y le preguntaban por qué no le pedía más bien que los librase de sus enemigos. El rey respondió: “de los que yo conozco por tales, puedo bien encontrar el medio de librarme, pero de los amigos fingidos y familiares de casa, ¿quién me podrá librar, sino Dios?” Y fue parecer de sabios que mayor mal puede hacer a una familia el perverso de la casa que el enemigo de fuera. Ciertamente ocasiona mucho daño en su casa un ambicioso y necio perturbador. Ahora bien, el Demonio había procurado eliminar al Padre José de la Madre de Dios desde los primeros albores con que amaneció a la luz de este mundo, y no dejó nunca de exponerlo a manifiestos peligros de muerte, como hemos dicho, por la rabia que le tenía al verlo elegido por Dios para mayor gloria suya para la adquisición de almas para el cielo. Permitiéndolo para nuestro beneficio el Señor, el envidioso persiguió a los destinados a la gloria, de la que expulsado a causa de su temeridad se ve penando para siempre en el infierno, y habiendo experimentado que no le habían resultado sus atentados por medio de sus ministros del averno, se sirvió de los que tenía de su bando dentro de la Orden para abatirlo y derrotarlo.

Así que Satanás preparó su asalto por medio de uno de sus hijos, que por lo inesperado e indigno de su ataque pudiese si no dañar verdaderamente al ejercitado en la guerra, al menos ganar la victoria conmoviendo y afligiendo o incluso derribando la obra de su piedad. En aquel tiempo había en la Orden uno nacido en el lugar de Montepulciano, poco destacado por su talento no muy bueno y de poco mérito y saber, que por una cuestión accidental fue aupado por personas de consideración hasta tal punto, como podrá verse en los libros de crónicas de la Orden, que parecía ir a la caza de sus gustos, como se dice, en selva ajena. A veces las piedras falsas se engastan en oro, y los estúpidos “son puestos en dignidad sublime”. Viéndose en su propósito de hacer el mal que era su gusto, se dio a conocer al visitador general de la Orden como alguien de no auténtica piedad. No del todo adverso a la Orden y a su Padre fundador, este visitador había sido enviado en los últimos años del pontificado del Sumo Pontífice Urbano VIII, y unos días antes por aquel tiempo había sido el citado nombrado vicario general de la Orden. Cuando se dio cuenta el P. Ubaldini, somasco, que así se llamaba el visitador general, de la voluntad que tenía el vicario general contra su Orden y contra el mismo fundador, ya depuesto del oficio de general, y dándose cuenta de que perdía el tiempo esperando que con su celo de piedad y justo obrar pudiera reducirlo al recto deber, y por no sentir siquiera el olor de su impío aliento, con el que podría mancharse su nombre, dimitió de su cargo de visitador, y no quiso saber nada más de ello, sabiendo muy bien que “el que profiere mentiras, perecerá”[Notas 1].

Pero, habiendo encontrado el Vicario General a elección suya aquel que con su profesión natural podía secundar con la suya su propia maldad, obtuvo en lugar de aquel la sustitución de este contrario a la intención del anterior, y lo hizo nombrar visitador, al que se aplica muy bien lo que dice el Eclesiástico: “El atuendo del hombre proclama lo que hace, su caminar revela lo que es”[Notas 2]. El vicario, corriendo a plena vela en todo con el promovido visitador, que le impulsaba soplando, y vuelto ya odioso, terminó sus días en breve. Precisamente cuando se veía estar en el colmo de sus alegrías por los daños que había ocasionado a la Orden y los perjuicios a su fundador, al que había hundido con sus imposturas de mentiras manifiestas y vilipendios, fue golpeado por la amenaza de Dios y se vio en el umbral de la muerte. Como dice Isaías: “¡Ay del malvado! que le irá mal, que el mérito de sus manos se le dará”[Notas 3], todo esto se cumplió pocos meses después de la promoción a su vicariato general. El miserable fue atacado por una enfermedad de fuego sagrado tan horrible que se volvió todo negro y deforme, y a todos les daba repugnancia mirarlo, y ya odioso con el dicho “Quien siembra injusticia cosecha miserias”[Notas 4], se murió en la casa del colegio Nazareno, en el palacio de los Sres. Muti, no en San Pantaleo, de donde había intentado hacer expulsar a su Padre, el 11 de septiembre de 1643. Por la bondad del Padre José, que otra cosa no sabía sino hacer bien a cambio de los males que recibía, su cadáver fue llevado a nuestra iglesia, pero la sepultura de nuestros religiosos no lo pudo admitir, al estar totalmente hinchado, por lo que por la noche, ocultamente para que nadie lo viera, porque daba nauseas, fue llevado a escondidas para ser enterrado en la fosa común de los seglares, al no ser recibido en la tumba propia de los padres, a los que con ignominia para su nombre había perseguido en la persona de su fundador. Del cual ni siquiera quiso agradecer el afecto de su amor paterno cuando antes de que muriese, todo lleno de piedad, para ayudarlo a disponer bien su alma para el justo camino de la eternidad, fue a visitarlo, lo cual ocasionó una gran pena al buen viejo, quien no tenía en su corazón sino la voz de su Dios, “amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen”[Notas 5]. Por el contrario el miserable sentía indignación contra aquel que le deseaba todo bien. Y antes de morir se las arregló con aquellos que pensaban como él para seguir adelante con su plan, y a tal efecto les pidió que pusieran en su lugar a otro, al que conocía como muy artificioso a propósito para dañar a la Orden, y que tenía el corazón semejante al suyo, “corazón que fragua planes perversos, pies que ligeros corren hacia el mal”[Notas 6].

Este castigo de Dios tan ejemplar no despertó los ánimos de los que tomaron la muerte ocurrida como un accidente de la naturaleza, o más bien maldad de ánimo de una mano siniestra, porque querían justificarse, pero en realidad fue un juicio de Dios, y los podía haber hecho perspicaces la misma rectitud en el deber que llevó a la renuncia a su oficio del P. Ubaldini, cuando se dio cuenta de que la mente del difunto era demasiado impía, pues no era justo ni con Dios ni con su Orden y el Padre fundador, a los que de hecho intentaba perder; pero continuando en la vehemencia de la impresión de la razón de estado no podía caber en sus mentes ni el sentimiento de la conveniencia del deber que afirmaba aquel digno religioso, ni el bien universal de la Orden, ni la bondad del fundador depuesto, quien se contenía en su discreto silencio, gozoso de morir en la cruz de su Cristo.

Ciertamente es muy infeliz y desventurado aquel hombre que se parece a Jordano, el cual puesto en la sede del juicio y callada la verdad, y mucho más cuando fue engañado por la mentira prestándosele fe con un ánimo iracundo, no sabiendo el blanco de la conveniencia y de lo justo sin duda se puso enfermo, y como dice Ennio, siempre puede uno equivocarse. Por otro lado decimos que es verdad que cuando Dios permite que todo suceda así, deja que ocurran las cosas y que se diga que así conviene, pero es su disposición divina que se quite a los suyos su reputación y hasta la misma vida para disponerlos para la gloria del cielo. Manasés consideraba su prisión mucho más preciosa que su trono real, y Job consideró glorioso para él su estercolero, y fue la voluntad del Padre Eterno que su Hijo Unigénito muriese en una cruz para salvar a todo el mundo. Es costumbre suya que a través de ella se encaminen sus amigos hacia la bienaventuranza, después de tolerar sus martirios. No es de extrañar que habiendo terminado de aquella manera sus días, Dios permitiera que se promoviese al mismo lugar del oficio al compañero de su voluntad, para que se refinase en medio de la vergüenza el fundador de la Orden su siervo para coronarlo en el cielo.

Notas

  1. Pr 19, 9
  2. Si 19, 30. El griego añade, y la Vulgata traduce: “y la risa de los dientes” (N. del T.)
  3. Is 3, 11
  4. Pr 22, 8
  5. Mt 5, 44
  6. Pr 6, 18