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Cap. 11. Después de estos ejercicios de caridad, se dispone José a practicar el ministerio de las Escuelas Pías, que veía necesario para los niños.

Inflamado por este motivo interno que crecía más y más en el pecho de este siervo de Dios de ayudar a los tiernos niños guiándoles hacia el conocimiento de su Creador, viendo que estaban necesitados de operarios para enseñarles los primeros rudimentos de nuestra santa fe, conocía demasiado bien que era provechos para los hombres imprimirles el temor de Dios en la edad pueril, según la opinión de Plutarco, quien hablando de ellos en su obra Acerca de la educación de los niños dice: “De la misma manera que los sellos se imprimen en la blanda cera, así se imprime esto con la disciplina en los años infantiles”[Notas 1]. Si se ha aprendido con seguridad desde la niñez el temor de Dios, el enemigo no podrá desviarlo de la rectitud y seducirlo al pecado al crecer los años, como había experimentado en sí mismo con la ayuda divina. Y leyendo atentamente lo que dice San Juan Crisóstomo: “Ciegos son los padres que aman los cuerpos que han nacido de ellos, mientras dejan perder las almas”[Notas 2], y doliéndose al ver a los niños en ese abandono, les decía: “Padres de los cuerpos y no de las almas”, echándoles en cara, con mucha razón, de que se llenan de dolor y tristeza cuando “ven a sus hijos pobres, pero si oyen que pecan, nadie les ayuda”. No podía él por menos de afligirse al considerar el extremo abandono y necesidad que generalmente existía. Y la alta providencia, que desde el cielo veía la necesidad, por estar los padres alejados de lo que concierne al beneficio de las almas, pensando solamente en las preocupaciones de las cosas terrenas, y poco preocupados por la tarea de encaminarlos hacia su santo temor, quería en nuestros tiempos proveerles en medio de tan extrema necesidad de un digno obrero, y preparaba a este siervo suyo indicándole la manera de hacerse cargo del cuidado de aquellos de quienes debía ser padre de sus almas, y piadoso proveedor del verdadero alimento, en medio de un hambre y penuria tan grande de alimentos espirituales, necesario soporte de sus almas, que venían a menos por falta del humano apoyo. Y para que tuvieran el necesario mantenimiento de grano para la vida eterna, eligió entre la humana generación a este piadoso proveedor con sus seguidores, para que supieran construir sus graneros, en los cuales con sus elegidos por la vocación divina distribuyeran con auténtica piedad los pastos de la vida a los hambrientos, Así, pues, conociendo José el Piadoso por aquel ejercicio suyo de la visita a los pobres, con pena suya, que los hijos de la gente pobre no tenían en ningún lugar instrucción alguna de nuestra santa fe, mientras a su vez el enemigo de nuestra salud imprimía en sus mentes todo tipo de mala semilla y exposición a los vicios y pecados, pensó de qué manera se les podría ayudar con obreros que se dedicaran a tal provechoso y necesaria tarea.

Observó que los maestros de Roma no admitían en las escuelas sino a aquellos que pagaban, para su sustento, y unos pocos, seis o siete, gratis de la obligación que tenían, por los locales insuficientes que les daba la ciudad, y aquellos eran más bien por gusto. Deliberó comparecer en el Capitolio ante el Consejo para suplicar al Emmº. Senado que se dignase aumentar la paga a los maestros de los barrios, y que estos recibieran mayor número de estudiantes pobres en sus escuelas, haciéndoles ver lo importante que era el atender a las necesidades comunes en una materia tan cristiana y que era tan provechosa y tan necesaria para la niñez en Roma, especialmente entre los hijos de los pobres. Y porque le dijeron que no podían atender a ello por las dificultades que atravesaba el Senado en aquellos momentos, trató del tema también con el Emmº. Sr. Cardenal Marco Antonio Colonna, y le rogó humildemente que intentara hacer algo con aquellos que su Eminencia sabía, para que abrieran alguna clase en sus escuelas para los niños pequeños, pero ellos dijeron que no admitían en sus escuelas niños pequeños desde los primeros rudimentos de gramática, se excusaron por no poder hacerlo.

Habiendo visto el piadosísimo José en todas partes dificultades para cualquier intento de llevar a cabo una obra que él consideraba tan necesaria para los niños, se volvió confiado con la oración a la ayuda divina, a fin de que se dignase la piedad divina mostrarle cuál era el camino y la manera como se podía efectuar aquello en lo que su corazón ardía, para mayor servicio suyo y bien de estas almas. Entendió el siervo de Dios que esta inquietud y cuidado que tenía en su pecho había sido puesta y reservada a sus manos para llevarla a cabo, por lo que no debía temer en emprenderla, pues vería la ayuda divina, y que ya había llegado el momento en el que debía exponerse a hacer guerra al Demonio, contra el que de pequeño iba queriendo matarlo, que otra cosa no era el encaminar a los de edad semejante a la suya entonces con sus seguidores en la profesión al conocimiento y amor de Dios, abriendo las escuelas de piedad divina en la santa Iglesia, en la cual con el ejercicio de las buenas letras desde los primeros rudimentos se instruirían los niños, en las cuales todos debían saber lo que significa su nombre de cristiano, y que esto se le concedía por el mérito e intercesión de su querida Madre, de la que quería que fuese el instituto de sus obras de piedad, tal como le había pedido con sus fervorosas oraciones su siervo fiel y piadoso.

Es admirable el obrar de Dios, lleno de infinita caridad para nuestro común beneficio, y grande el poder y la amorosa piedad de su Santísima Madre hacia el género humano, como bien conocía este siervo que usaban la Madre y el Hijo al encaminarlo a su santo servicio y bien de las almas, por lo que confiando plenamente en la ayuda y protección de la Santísima Virgen, de quien era la obra que se proponía, y deliberó poner en práctica. Consultó su propósito con algunos sacerdotes que le parecieron dispuestos, de los cuales consiguió convencer a dos para su plan, y se pusieron de acuerdo a su satisfacción, para llevar a cabo que les venía ordenado por él. Obtuvo del párroco de Santa Dorotea en el Trastévere dos locales adecuados y cómodos para las escuelas. Y en ellos con gran fervor suyo dio principio a las Escuelas Pías en 1600. Y aquí conoció la fiereza y la indignación de su enemigo, quien temía que de tan flojos y débiles fundamentos se levantara un edificio que haría una guerra crudelísima a todo el infierno. Y si las dificultades daban vigor a su enemigo, los infortunios lo hacían más fuerte. No abandonó la esperanza de seguir adelante al ver a sus compañeros ya cansados de dar clase, que dieron a entender que no podrían continuar en aquella observancia y riguroso tenor, y verdaderamente era más grande la fuerza y el esfuerzo de este siervo de Dios con su vida tan austera porque, estando centrado y siendo asiduo en la oración, terminadas las clases veían que mantenía su cuerpo con pan y agua solamente, cosa que no se les pedía a ellos, así que si mantenían su comodidad podrían enrojecer de vergüenza, al no saber seguirlo, pues estaban bien admirados de tanta bondad y humildad de José, al que veían ocupado en ordenar y barrer con sus manos las clases por la mañana y por la tarde. Estaban tan estupefactos por aquella caridad y modo como asistía a una obra tan santa como guiar a los niños que decidieron seguir lo comenzado. Al crecer el número de escolares se vieron obligados a alquilar otros locales vecinos con un alquiler de treinta escudos anuales, y otros maestros con paga en proporción al número de niños. Pasaron tres años y el párroco de santa Dorotea pasó a mejor vida, y porque su sucesor dio a entender que quería que lo dejaran libre a su disposición como se las había prestado el difunto, José ya había previsto abandonar aquel lugar, habiendo visto que era penoso para los escolares venir de la ciudad al Trastévere, y como estos eran muchos, de buena gana se lo devolvió, y transfirió las Escuelas Pías a una casa que ya había alquilado en la calle Maestra, que va San Carlos de Catenari, frente al callejón de la iglesia de los Santos Cosme y Damián de los Barberi.

Notas

  1. Som. 2, cap. 8º
  2. Comentario al salmo 43, hom. 8ª, tomo 6, fol. 1049 (?)